Domingo 23 Ordinario C 22013. Reflexión

Lucas no nos da este domingo una enseñanza muy agradable, al menos para muchos. El suyo es el evangelio de la radicalidad. Radicalidad en el seguimiento de Jesús. El evangelista entiende que ese seguimiento es posible, únicamente, desde el despojo total de los bienes. En ellos incluye a la propia familia. ¿Pero es que Jesús no nos pide que amemos y que atendamos y que ayudemos a nuestra familia? Así es, sin duda. ¿Y Dios, acaso no nos da los hijos para que los eduquemos y que salgan adelante? También eso es verdad. ¿Cómo, entonces, nos puede estar pidiendo que renunciemos a ellos para seguirle?

Bien. La clave de la respuesta adecuada a esa pregunta de Jesús es la que nos hará entender correctamente la enseñanza del Señor en el tercer evangelio. La renuncia que de que habla Jesús no es externa, es interna; se da en el corazón y en la conciencia de la persona. Es decir, posponer la propia familia es poner por encima de los mejores valores, por encima de lo que tiene más valor en nuestra vida, el seguimiento de Jesús. El verdadero seguidor del Señor no considera el discipulado como algo accidental ni como un asunto suplementario en los quehaceres y las responsabilidades de su vida. Lucas nos quiere hacer entender que la decisión de seguir a Jesús marca un antes y un después en nuestra vida; que el seguimiento del Señor es un acto supremo de obediencia a Dios en todo momento y circunstancia de la vida; el discipulado es para siempre. Así, pues, el aprendizaje de Jesús se convierte en el valor absoluto para el discípulo, y todo lo demás, hasta lo más sagrado y lo más amado, no tienen para él el mismo carácter perenne y definitivo que tiene el seguimiento del Maestro, pues esa es la decisión suprema de la vida, que nos lleva, incluso, a la eternidad.

La máxima condición del discipulado será, pues, la cruz del seguimiento. El seguimiento del Señor es el sentido de toda la vida. Es alegría, es esperanza, es gozo. Seguir al Maestro es ponernos en el camino hacia la eternidad. Por eso el discípulo vivirá alegre y será persona de esperanza. Será como el Maestro: llevará con él la cruz. Habrá dificultades, incomprensiones, condenas; soportará exclusiones, calumnias, amenazas. torturas; pasará por el sufrimiento con frecuencia, pero se sabe discípulo de Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. El Espíritu Santo habitará en él y le dará la fuerza interior par soportarlo, para no hundirse, para volverse a levantar… y arriesgarse a morder el polvo de nuevo. Y lo hará con amor, pues el Maestro le enseña a amar, incluso, a quienes le desprecian; y sabe el discípulo que su Señor murió amando y perdonando. Por muy humillado que pueda verse, sabrá que Dios reconoce en él toda su dignidad como hombre y como hijo del Padre. Al igual que lo fue para Jesús, la cruz será para el discípulo su pasaporte hacia la gloria; no la que gustan los hijos de este mundo, sino la que prueban los hijos fieles de Dios.

Así, pues, quiere Jesús que calculemos nuestras fuerzas sabiendo a lo que nos atenemos. En la mentalidad de San Lucas, si uno no está dispuesto a sufrir con Jesús, no debe emprender el camino del discipulado. Las medias tintas no caben en el seguimiento de Jesús. Los timoratos no deben comenzar su seguimiento. Tampoco caben los cristianos acomodados. Lucas se pondría de muy mal humor ante los cristianos que no se comprometen; ante quienes quieren separar su vida religiosa del resto de los aspectos de la vida; ante los cristianos que viven el precepto y los ritos legales como algo desvinculado de un compromiso vital con Jesús hasta la muerte. Los ejemplos de la construcción de la torre y de los preparativos de la batalla van ordenados a advertir al discípulo de los riesgos que está dispuesto a asumir.

Pero el discipulado de Jesús crea también unos hermosos lazos de amor y de fraternidad tanto con Dios como con los hermanos. Pablo da fe de ello cuando le devuelve a Onésimo a su amigo Filemón. La ternura maternal con que le escribe es claro ejemplo de que el cristiano toma conciencia de una dignidad antes desconocida tanto para sí mismo como para todos cuantos comparten la misma fe. Onésimo había sido esclavo de Filemón. Pablo le instruyó en el mensaje de Jesús y lo bautizó. Ahora se lo envía de vuelta a Filemón y le advierte para que lo acoja: “no como esclavo, sino mucho mejor: como hijo querido”. Y es que, para el discípulo de Jesús, no hay esclavos, sino hijos de Dios queridos. Solo uno mismo puede hacerse, por voluntad propia, esclavo de los demás en servirles, pues así realizaría el mandato del Señor: “Lo he hecho para que también vosotros os lavéis los pies unos a otros.