DOMINGO 24 ORDINARIO C 2013. REFLEXIÓN

Nunca podrá el hombre, por sus solas fuerzas, llegar a comprender a Dios, pues es lo limitado tratando de abarcar al que no tiene límites; lo inferior, a lo superior; lo defectible a lo perfecto. Sin embargo, en la Revelación, Dios se nos ha dado a conocer. Y, a lo largo de la historia de los hombres, lo ha hecho de un modo privilegiado en su Hijo Jesús. Los evangelios, que recogen los hechos y dichos de Jesús, son para nosotros el modo privilegiado de conocer lo que Dios nos ha manifestado de sí mismo. Entre los cuatro evangelios, es el de San Lucas el que presta una mayor atención a los sentimientos de Jesús. Y ese mismo tercer evangelio se conoce como “el evangelio de la misericordia”. Pues bien, dentro de él, destaca el capítulo 15 con las llamadas “parábolas de la misericordia”. Son justo las que nos presenta el evangelio de hoy. La primera de ellas es la de la oveja perdida; la segunda, la de la moneda perdida; la tercera, la del hijo perdido. La última es de género masculino; la segunda es de género femenino y la tercera es de género neutro. Los tres casos cantan la alegría de la recuperación de lo que se había perdido (la oveja, la moneda, el hijo) y en los tres casos el protagonista es Dios. Es Dios quien se alegra por la oveja perdida; es Dios la mujer que se alegra por la moneda rescatada; es Dios quien se alegra por el hijo perdido y recuperado. Y lo que los tres casos tratan de enseñarnos es también una misma cosa: LA GRAN ALEGRÍA QUE HAY EN EL CIELO POR LA RECUPERACIÓN DE UN PECADOR. De hecho, en ese gran viaje que Jesús emprende hacia Jerusalén en 9,51 va recuperando pecadores para el Padre en su recorrido; hasta en su muerte, recupera para el Reino al ladrón que le reconoce como Mesías en la cruz.

El tema que nos trae, pues, la liturgia de hoy a nuestra reflexión y consideración es la gran misericordia y paciencia de Dios; su alegría en recuperar a los pecadores. A Jesús le criticaban porque se acercaba a los pecadores, pero, aunque no lo reconocieran, sus acusadores eran, también, pecadores. Jesús vino a rescatar a unos y a otros. Unos se dejaron y otros, no. Hoy, más que nunca, vemos en nuestra sociedad la mismas actitudes que tipifica el evangelio frente a la misión redentora del Señor. El reconocimiento del propio pecado nos capacita para recibir la misericordia divina; la resistencia a caer en la cuenta de nuestro pecado impide que imploremos el perdón de Dios. Y Dios está siempre dispuesto a perdonar al que se lo pide. En los seis meses desde que accedió al pontificado, el papa Francisco no se cansa de repetir que Dios está siempre dispuesto a perdonarnos. Dios no niega nunca su perdón a quien se humilla ante él reconociendo su imperfección, su pequeñez, su defectibilidad y se muestra necesitado de la piedad divina. Ya el Antiguo Testamento afirmaba que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta”. Pues bien, muchos creyentes que presumen de serlo y suelen usar de formas tajantes de autoafirmación, apelan con frecuencia a la ira y a la justicia de Dios para condenar a “otros” pecadores. La lectura del Éxodo que vemos la primera en la liturgia de hoy nos muestra, ya entonces, de que la oración humilde de un hombre de Dios puede más que esa supuesta inclinación de Dios a mostrarse como un justiciero implacable. Cuánto más Jesús, el Señor, nos ha mostrado la misericordia del Padre encarnándose en nuestra humanidad y entregando su vida por nosotros en la cruz.

Esta reflexión nos tiene que llevar a una conclusión que es necesario proclamar a los cuatro vientos; y es que ningún pecado es definitivo. Todo pecado puede ser borrado si se clama a Dios con arrepentimiento y humildad. Uno no está condenado para siempre por un error que cometió. En el devenir de mi vida conocí a una persona entrañable que creía que su pecado no tenía redención; que hiciera lo que fuese, Dios le tendría en cuenta su error y que su destino inevitable era el infierno. Cuando descubrió la misericordia de Dios pasó a ser una persona nueva. No es perfecta ni deja de ser pecadora, pero confía en la piedad divina, intenta ser mejor y superarse cada día y vive la alegría de poseer lo que no merece sino que le es dado por puro amor del Padre hacia ella. A decir de Jesús, es seguro que ese día hubo una gran alegría en el cielo.


JUAN SEGURA