CAMINEMOS A LA LUZ DEL SEÑOR

Caminar a la luz del Señor. Comenzar un nuevo ciclo litúrgico es siempre comenzar también el tiempo de Adviento. El primer signo litúrgico que realiza la Iglesia al comenzar un nuevo año cristiano es encender una luz; la primera de las velas de los cuatro domingos de Adviento. Y en este ciclo A que hoy se inicia, Isaías nos invita a que caminemos a la luz del Señor. ¿En qué consiste este caminar?

La luz del Señor es lámpara para nuestros pasos, pero nuestros pasos pueden ir detrás de otras luces. La luz del Señor es la bondad y la misericordia, porque son valores del Reino. Esos valores, junto con todos los que Jesús nos propone en su enseñanza, son la luz que Dios pone en nuestro camino. Esa luz la encontramos en los evangelios, en la predicación y la acción de la Iglesia, en la oración. Adentrándonos en el conocimiento de Dios, vemos que nos enseña a ser como él es; y, sobre todo, él es bueno y misericordioso. Estando en contacto permanente con Dios podemos ser lo que él nos llama a ser. Si queremos poner delante de nosotros su luz, caminaremos a su luz. Si preferimos poner ante nuestros pasos otras luces diferentes, entonces dejaremos de seguir la luz de Dios. Para seguir su luz, habremos de forjar arados de nuestras espadas, y podaderas de nuestras lanzas. Cambiar lo que destruye por lo que construye.

La luz del Señor es esperanza. Un buen amigo, con dos hijos pequeños y casado, me decía este verano con gran pasión: “A mí no me hables de esperanzas para otra vida; estoy en el paro y necesito esperanza para ahora, para ya, no para después”. Claro. ¿Cómo renunciar a la esperanza de lo más inmediato dejándola solo para cuando ya nada tiene remedio? El hombre es trascendente, pero, antes, es también inmanente. Dios no nos llama solamente a una esperanza futura; nos llama a una esperanza en el presente, a una esperanza permanente. El hombre de esperanza es el que confía en Dios, el que se pone manos a la obra (buscando trabajo, por ejemplo); obra con sus manos, pero espera que Dios haga a través de su esfuerzo, porque confía, confía en Dios. Piensa en un presente mejor, más justo, y lo va buscando, lo va haciendo; y lo pone en las manos de Dios para que Dios participe en lo que está construyendo. El derrotista, el pesimista no es hombre de esperanza, no espera nada de Dios; cree que todo está en la incapacidad de sus manos, en la incapacidad de la sociedad, y ha llegado a la conclusión de que no le cabe esperar nada porque la sociedad es incapaz y él se ve impotente. No ha contado con Dios.

La luz del Señor es “vestirnos del Señor Jesucristo”. Esta expresión que usa San Pablo en su carta a los romanos nos invita a la conversión. Para el apóstol, el pecado es las tinieblas, mientras que estar en la luz es rodearse de la gracia de Jesús. Así, pues, propiciar un cambio de vida, pasando de las actividades de las tinieblas (pecado) a las de la luz (Jesucristo), es también caminar a la luz del Señor. Pues quien ama al Señor no puede, a la vez, amar el pecado, vivir en el pecado. Quien da su amor al Señor ama lo que el Señor ama, no puede amarle queriendo, a la vez, lo que él detesta. Pues el pecado y Dios son antagónicos, irreconciliables.

La luz del Señor es también reconocer el mundo como lugar de su presencia permanente. El mundo deja de ser un enemigo del alma para reconocer en él el escenario de la encarnación y el escenario de la redención. Este mundo imperfecto, pero no siempre perverso, sino también santificado, se pone ahora en marcha para aguardar la venida del Señor en la próxima Navidad, en cada Navidad. No debemos engañarnos, pues el mundo es mejor o peor según lo hacemos nosotros, los que lo habitamos. El Adviento nos urge a preparar al Señor un mundo mejor, un corazón mejor, para su nacimiento.

Por último, la luz del Señor nos hace esperar un final feliz para cada situación, para cada ser humano, un final feliz para el dolor y el sufrimiento humano. Es esta una de las grandes diferencias entre creyentes y no creyentes. Para quien tiene fe en Jesús, el sufrimiento es una etapa intermedia, nunca una meta ni una finalidad. Lo que el mundo y la sociedad no pueden lograr en cuanto a felicidad, en cuanto a la superación de todo lo que frustra a los seres humanos, Dios lo tiene previsto para nosotros por toda la eternidad. El evangelio de San Mateo, que leeremos a lo largo de este nuevo ciclo litúrgico, nos apremia a vivir vigilantes. No por miedo, sino para que no perdamos de vista el destino al que somos llamados, pues el Hijo del Hombre vendrá para renovarlo todo y hacer una nueva humanidad bendita y santa a los ojos de Dios. Y nosotros estaremos en ella por su gracia.

P. JUAN SEGURA