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San Josemaría: Los niños y la vida de piedad.

San Josemaría en una tertulia año 1972 en Madrid: Los niños y la vida de piedad

Hemos de ser piadosos como niños, porque los niños son sencillos, y fácilmente piadosos, al ser la piedad obra del corazón más que de difíciles razonamientos y de atención fatigosa. Y nosotros, delante de Dios, somos muy pequeños, muy niños. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides. Por eso es justo que queramos tratar a Dios como niños, y balbucir con el profeta Jeremías: A, a, a, Señor Dios, he aquí que no sé hablar, pues soy un niño. Llegamos a la presencia de Nuestro Señor no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo; pero es el mismo Espíritu de adopción el que ayuda a nuestra flaqueza, y clama desde nuestro corazón con gemidos inenarrables. Pero aquél que penetra a fondo los corazones, conoce bien qué es lo que desea el Espíritu.
Un padre ama entrañablemente, y como por necesidad a su hijito. Sabe lo que le hace falta, conoce sus inclinaciones; prevé con amorosa providencia los peligros; lo lleva de la mano cuando el niño da con dificultad sus primeros pasos. Y el pequeño, que apenas razona todavía, se siente protegido y seguro, y se abandona en los fuertes brazos de su padre. La piedad produce este abandono; la piedad fortalece la esperanza, la certeza de llegar a buen término, y da la paz y la alegría sencilla en esta vida. Porque la piedad es útil para todo, pues trae consigo la promesa de la vida presente y de la futura.
Por eso decimos que la piedad es fundamentalmente una tarea del corazón. Y el Padre nos urge a una vida de piedad honda y sincera, cuando nos pide que metamos a Cristo en nuestros corazones.
La piedad es sincera cuando interviene el amor, cuando es ella misma la forma, la manifestación, la sobreabundancia del amor filial. La piedad es falsa cuando resulta algo meramente externo, afectado; y también cuando se nutre de emocioncillas sensibles, que son buscadas en sí mismas, quedando Dios reducido a un medio para conseguirlas. La verdadera piedad no está hecha de sensiblerías, pero viene del corazón, de un corazón que vive de amor, que es fuerte y delicado a la vez.
Para que el amor sea delicado, hace falta poner el corazón. para que el amor sea fuerte, para que la piedad sea sólida, hay que tener ciencia, doctrina de teólogos.
Piedad de niños y doctrina de teólogos, quiere el Padre para nosotros. Y esta misma idea la expresa así San Gregorio: es nada la ciencia, si no tiene la utilidad de la piedad; y muy inútil es la piedad, si carece de la discreción de la ciencia . No son cosas contradictorias, aunque, a veces, la ciencia y todo lo que implica grandeza es ocasión para que el hombre confíe en sí mismo, y, por esto, no se entregue totalmente a Dios... Pero si el hombre somete perfectamente a Dios la ciencia, y cualquier otra perfección que tuviere, por eso mismo aumenta la devoción.
Esta devoción, fruto característico de la vida de piedad que procede del amor filial a Dios -y por consiguiente, a todo lo que de algún modo se relaciona con Dios-, consiste esencialmente en entregarse pronta y gustosamente a lo que mira al servicio del Señor.
Ese espíritu de devoción engendra devociones, pequeñas obras de obsequio a Dios Nuestro Padre, que el corazón realmente filial, piadoso, hace con gustosa prontitud. Estas .devociones son tanto más fuertes cuanto más se refiere a Dios el objeto que las determina. Y así aparece nuestra devoción a la Santísima Trinidad; y la devoción a la Eucaristía y a la Humanidad de Jesucristo, a la Virgen Nuestra Señora, a San José, a los Arcángeles y Ángeles, a los Apóstoles, a otros Santos..., con el orden que la caridad exige.
Es el cristiano realmente sobrenatural, que ha necesitado de toda la fortaleza para hacerse niño, por amor filial, el que puede dar a las devociones su verdadero sentido; es quien las puede enraizar en el centro de su corazón, en la voluntad, y darles la vitalidad necesaria, para que sean manifestaciones de una piedad recia y honda, verdadera y agradable a Dios.
De esta forma, sin sensiblerías ni banalidades, una persona piadosa sabe hacer de sus devociones canales de su amor. Canales que tienen un doble movimiento de flujo y reflujo. Porque así como la mente humana, por su debilidad, tiene que ser llevada al conocimiento de las cosas divinas como de la mano, a través de las de la tierra, así ha de ser también ayudado el amor de nuestras almas. La piadosa contemplación de las cosas sensibles que miran a Dios, ayuda a nuestra piedad, fortalece nuestro amor de hijos, hace que el corazón recoja y exprese dócilmente aquellos gemidos inenarrables con que el Espíritu Santo clama amores desde el Hijo, y va diciendo por nosotros -mientras andamos el camino que nos falta-: Abba, Padre.
La eficacia es entonces una consecuencia necesaria, según aquellas palabras de nuestro Padre: el secreto de nuestra eficacia es ser piadosos, sinceramente piadosos.