Gottlob
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Estado de la Iglesia en Asia: Decadente

Esto es la traducción de un testimonio publicado en el foro católico, Fisheaters, el 10 de febrero de 2015. El autor anónimo, un canadiense que vive actualmente en China, me dio su permiso para traducir y reproducir su escrito. He pensado que sería de gran interés para los católicos de habla hispano conocer el estado de la Iglesia en Asia. El testimonio no tiene mayor valor que lo que pretende ser: una visión personal de las cosas, desde la experiencia y la sensibilidad católica tradicional.

El incidente que finalmente me llevó a escribir este artículo, la gota que colmó el vaso, ocurrió en la parroquia local en la isla de Hainan, China, durante la Misa del domingo. Este domingo empezó como siempre; hice la cola para confesarme antes de la Misa, y me resultó bastante molesto tener a una pareja delante, que no paró de charlar y reírse alegremente, hasta el mismo momento en que le tocó a uno de ellos ir al confesionario. Bueno, eso no fue nada nuevo. Gente que habla vanamente en el templo es corriente aquí, hasta el punto de que sería extraño entrar a una iglesia antes de Misa y encontrarte en silencio. Respiré profundamente e intenté concentrarme, pero fui inmediatamente distraído otra vez por una gran caja de color naranja en una estantería a mi lado, que había contenido paquetes de pasta deshidratada. En los laterales de la caja un actor con gafas de sol, subido a una moto, me saludaba, y había una imagen gigante de un bol de la pasta susodicha. Por lo visto ahora se utilizaba para guardar trastos del vestíbulo. No ayudaba precisamente a prepararse para la confesión, pero en términos relativos, no era una cosa tan grave.

Traté de olvidarlo y me confesé. Al regresar a mi sitio tras recibir la absolución, pasé al lado de una chica adolescente que llevaba un alba, evidentemente una de las lectoras en la Misa de hoy. Aunque sabía que debería centrarme en orar, no pude dejar de pensar para mis adentros qué era más ridícula: el simple hecho de que una chica llevara un alba, o la pinta que traía, con sus zapatos deportivos Vans y sus Levis de imitación, con el alba que llegaba tan solo hasta un poco por debajo de la cintura. Pasé delante de otra chica, mandando mensajes de texto con su móvil. Y delante de un crucifijo moderno horripilante de Cristo glorificado, con los brazos abiertos en aparente gloria sobre la Cruz (los que han visto el estilo sabrán de lo que hablo), hice la genuflexión ante el tabernáculo, que si hubiera estado en cualquier otro lugar del mundo, hubiera creído que se trataba de una caja fuerte, o quizás algo que una persona sin sentido estético alguno había comprado impulsivamente en un mercadillo, sin pararse a pensar en para qué podía servir esta caja amorfa de color chillón.

Mientras me arrodillaba, eché un vistazo a una de las pantallas gigantes que habían colgado en los pilares. Así que hoy era el quinto domingo del Tiempo Ordinario. Pero no hubiera tenido que mirar, ya que enseguida la voz ensordecedora de otra joven hembra llevando un alba me lo anunció por los altavoces (y a todos los que se encontraban a 100 metros del templo). No le bastó decirme qué domingo era; a continuación, me agradeció profusamente el haber acudido a la Misa, me contó lo feliz que era de que todos pudiéramos estar aquí reunidos, me explicó el mensaje de la Misa de hoy, y pidió que la gente apagara sus teléfonos móviles, porque la Misa estaba a punto de comenzar. Me levanté cuando dio la orden “en pie”, y luego ocurrió lo que ocurrió.

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