Angelo Lopez
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Jesús ES El Kerigma-El Anuncio. Toda la Sagrada Escritura, en efecto, está basada en una serie de hechos que el pueblo de Dios ha vivido descubriendo en ellos el sentido profundo. Donde una mirada …Más
Jesús ES El Kerigma-El Anuncio.

Toda la Sagrada Escritura, en efecto, está basada en una serie de hechos que el pueblo de Dios ha vivido descubriendo en ellos el sentido profundo. Donde una mirada superficial sólo vería circunstancias casuales, motivadas muchas veces por intereses políticos o ambiciones humanas, los creyentes -amaestrados por sus profetas- descubrían «el brazo fuerte del Señor» (Éx. 15,6). Su fe era capaz de detectar al Dios que actuaba invisiblemente en su favor, que ponía en juego su poder, su misericordia y su sabiduría para salvar al pueblo con el que había hecho alianza inquebrantable.
En este sentido toda la Biblia es historia de salvación. Relata una serie de hechos interpretándolos, no desde el punto de vista político, económico, social, etc., sino desde el punto de vista de Dios. Por eso, los autores sagrados no tienen demasiado empeño en aportarnos excesivos detalles, sino que proporcionan los datos esenciales y se detienen sobre todo en su significado profundo, en el sentido que tienen a la luz de la fe. Hasta los asuntos más triviales y «profanos» son recogidos, pues encierran un mensaje de Dios y son portadores de salvación.
Esta historia, que tiene como punto de arranque y experiencia radical la liberación de la esclavitud de Egipto, se va realizando de manera progresiva y dinámica según el plan de Dios. Los acontecimientos, que están enlazados y unificados por la intervención personal de Dios como protagonista principal, no se realizan sin la colaboración de los hombres, una colaboración que Dios mismo suscita. Otras veces las cosas salen a pesar de ellos y aun en contra de ellos; en efecto, la Biblia subraya reiteradamente las resistencias e infidelidades del pueblo, de manera que desde el Génesis al Apocalipsis predomina una dinámica de pecado-liberación (normalmente entre el pecado y la salvación suele mediar la experiencia del propio fracaso, que es invitación a convertirse y volver a Dios).