"NO" AL PECADO; "SÍ" AL PECADOR: LA ESTRATEGIA DE JESÚS. DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO

“Gaudete” nos dice la liturgia de hoy: “Alegraos”. Sí, sí, nos invita a estar alegres. Porque algo nuevo se anuncia, porque algo va a cambiar. Ante la total desolación, Isaías profetiza que todo va a ser transformado, que la tierra estéril será fértil, que la gente superará sus enfermedades y sus desdichas, que los exiliados volverán a su tierra bendita y santa. Así, la tristeza se convertirá en alegría y el llanto en risas. Verdaderamente, lo que el pueblo está viviendo es todo lo contrario de lo que el profeta anuncia. La realidad que hay encima no invita, precisamente, a pensar en la veracidad de lo que dice Isaías. Más bien da que pensar que no está en sus cabales, que ha perdido el juicio. Pero el profeta ve más allá, mira con ojos de futuro; él está en contacto con Dios y el Señor le inspira para que infunda esperanza en el pueblo, pues la situación desoladora que vive no será definitiva, habrá una salida, un retorno. La generación que retornó a Jerusalén no fue la misma que salió deportada a Babilonia; los descendientes de los deportados fueron quienes retornaron a la tierra de sus padres, pero su pueblo, a través de ellos, superó aquel destierro, superó su esclavitud; por el regreso de sus descendientes, el pueblo de Israel, otra vez, se salvó.

La carta de Santiago nos pide paciencia y saber aguardar, y nos pone el ejemplo de los profetas como modelo a seguir. Muchos profetas anunciaron y creyeron algo que nunca pudieron ver sus ojos. Los deportados a Babilonia fueron llamados a confiar en un regreso que nunca pudieron contemplar ni vivir. Pero la esperanza de Israel en un mundo nuevo iba mucho más allá; pasaba por la llegada del Mesías y por un juicio final en el que el pecado y los pecadores serían destruidos porque no tendrían cabida en el mundo nuevo, pues sería un mundo puro y perfecto. Jesús va a traer ese mundo en el que no caben el pecado ni los pecadores, pero con una diferencia: No destruirá al pecador, sino el pecado que hay en él; por eso en ese mundo no entrarán los pecadores, porque entrarán los que se hayan convertido y los que hayan sido purificados de su pecado. Dios no quiere que se pierda ni uno solo de sus hijos. Por tanto, no hará como en el diluvio, que, para purificar a la humanidad la destruyó y la sustituyó por otra; ahora destruirá el pecado que hay en la humanidad. Y eso es motivo de alegría, pues sabemos que no quiere perdernos a ninguno de nosotros.

El pasaje del evangelio de San Mateo que leemos hoy es el cumplimiento de lo que Isaías anunciaba, pero en un plano posterior. La profecía de Isaías iba referida, en un plano inmediato, a la situación de destierro que vivía su pueblo. Sin embargo, sus palabras anunciaban una situación mucho más lejana en el tiempo pero mucho más profunda, que era aplicable a toda la humanidad: lo que Jesús llama el Reino de Dios. Será lo que constituya, precisamente, el plan de la salvación que Dios va a llevar a cabo por Jesús, el Mesías prometido y esperado, que, ahora, cuando el Bautista está en la cárcel, ha comenzado a predicar y a actuar. Precisamente, es el propio Juan uno de los sorprendidos de que Jesús no destruya, o, al menos, no desautorice a los pecadores. Esta idea había calado muy hondo en el sentir del pueblo. Tanto, que tiene que enviar a preguntarle a Jesús si es él o no es el Mesías. Juan duda. No coincide lo que le cuentan que hace con lo que todos esperaban que hiciera. ¿Se habrá equivocado y habrá señalado a Jesús cuando, en realidad, habría que esperar a otro? La respuesta de Jesús es mesiánica; le muestra la realidad de lo que Isaías anunció. También late en su respuesta ese otro texto más tardío que el propio Jesús leerá en la sinagoga de Nazaret: Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos están limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan; y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. Esto es lo que están viendo y oyendo; esta es la promesa para el tiempo del Mesías y que ahora ya sucede con Jesús.

Jesús cuenta con la posibilidad de que Juan y otros se sientan defraudados al no cumplir todas y cada una de la expectativas puestas en él, pero el plan de Dios se va revelando progresivamente, y hay elementos, detalles, que irían descubriendo y comprendiendo con el tiempo, desde una perspectiva global. De todos modos, Jesús no solo no va a desautorizar a Juan sino que hará un elogio de él ante sus discípulos. Lo identifica con la figura del mensajero que le prepara el camino y que también venía anunciada en los profetas. La enigmática frase que cierra el pasaje, se explica así: Juan es el mayor creyente hasta entonces, el último profeta que ha creído por la fe de Israel; los que ahora creen, lo hacen por medio de Jesús, el Hijo; puesto que Jesús anuncia y realiza el Reino, quienes creen a través de él están por encima de quienes han creído por la fe en la alianza antigua.

En definitiva, que Jesús nos trae el Reino; que en él se cumplen las profecías y que nos libera del pecado amándonos, sin deshacerse de los pecadores. Que vivamos con paciencia la espera pero que la vivamos con alegría, pues el Señor transformará nuestra situación penosa lo mismo que florecen el páramo y la estepa.

P. JUAN SEGURA