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RECUERDOS DEL AMIGO - 1

RECUERDOS DEL AMIGO
Narraciones a la luz del Evangelio de san Marcos

MARCOS 1, 1

“Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios”.

Yo conocí a Jesús; aunque, si he de ser sincero, no me di cuenta de que era el Mesías, el Hijo de Dios. Nadie, de los que vivimos con él, nos dimos perfecta cuenta de quién era verdaderamente. Sólo más adelante, cuando murió y resucitó, llegamos a saber con quién habíamos comido y bebido… Antes, nuestros ojos estuvieron cerrados. Sí, lo vimos como un amigo, un maestro, un profeta… alguien extraordinario; pero no llegamos a descubrir en él al mismo Hijo de Dios.

Mi relación con Jesús fue de siempre. Bueno, desde que empezó a predicar por Judea. Mi familia estuvo muy unida a él, sobre todo mi madre María. Ella fue una de las que le cuidaba cuando pasaba por Jerusalén. Yo por aquel entonces, era un adolescente y con la inconsciencia que da esa edad, no me fijé especialmente en él. Sí, le vi hacer algunos milagros, que me maravillaron; escuché algunos de sus discursos que me admiraron; le vi oponerse a escribas y fariseos con vigor y valentía... Pero yo no le seguí entonces. Por otra parte no sé si él me habría aceptado dentro de su grupo. Era todavía un muchacho que empezaba a conocer la vida y el mundo.

Años más adelante le seguí con alma, vida y ser. Por eso compuse una historia sobre él a la que llamé “Buena Noticia”, evangelio. Antes de concluirla ya me la solicitaron muchos, sobre todo Pedro, a quien no se le daba muy bien el escribir. Basándome en lo que yo vi hacer y decir a Jesús; lo que muchos me contaron; y algunos pocos escritos sobre él, la compuse. La hice rápidamente. Era más unos apuntes, unas notas, que otra cosa. No tenía tiempo. La predicación nos urgía. Hoy todavía nos urge; pero yo no me puedo mover mucho. La edad y la salud son las culpables.

Siempre quise ampliar este evangelio sobre Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios. Poner detalles nuevos, mejorar el estilo; pero nunca me fue posible. Hoy, ya en el ocaso de la vida y con tiempo, lo hago. No quiero quitar nada de lo que entonces escribí; sino desarrollarlo y a la vez hacer que mis palabras sean lo más sugerentes posible al que lea este escrito. Todo lo que cuento, lo describo como vivido directamente por mí, aunque sólo algunas cosas las viví y la mayor parte me las han contado. Vos, amigo, hazlas el caso que quieras. Lo fundamental ya lo dije entonces y lo repito ahora: Jesús, el Mesías, es el Hijo de Dios.

MARCOS 1, 2-8

“Como está escrito en el libro del profeta Isaías: Mira, Yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos.

Así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados.

Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.


Juan siempre apareció, ante el pueblo, como un hombre duro. No lo era, sólo exigente consigo mismo; y con los demás, en la medida en que cada uno quería serlo. Pero la gente, al ver que iba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero a la cintura; se alimentaba de langostas y miel silvestre, pensaba que iba a ser igualmente duro con ella. Juan, sin palabras, ya anunciaba y denunciaba. Sus discursos eran ásperos y acusadores; pero lo era más su vida, y esto es algo que las personas raramente están dispuesta a escuchar.

A la gente refinada de Jerusalén le impresionaba su ruda manera de vestir y su paladar tan poco delicado. Juan no era así, aunque vivía así. Hacía esto para llamar la atención y que la gente llegara a él y así poderles transmitir su mensaje. Nunca lo logró del todo. Él no se hizo el importante, no se presentó como protagonista, no tenía ambición; y las personas, sin esto, difícilmente siguen a alguien. Estas eran las palabras que más repetía: Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias.

Juan no era como Jesús, que arrastraba multitudes tras de él. Juan las congregaba. Tenía una personalidad fuerte y eso atrae; pero no seduce.

Me contaron sus discípulos esta historia de él y de un grupo de fariseos que se acercaron un día a verle.

Maestro Juan - dijo uno de ellos - hemos venido a verte para que nos aconsejes. Queremos cambiar y así preparar la venida del Mesías. ¿Qué tenemos que hacer?

Juan los miró despacio, uno por uno, como si los conociera por dentro y les dijo secamente: ¡Sean sinceros!

¿Sólo ser sinceros?,
le replicaron.

Sí. ¿Les parece poco? Con eso es suficiente. Les respondió Juan

Ya lo somos, le contestaron.

¿Entonces - les argumentó Juan - por qué vienen a mí?

Esperábamos, maestro, una palabra tuya, un gesto tuyo…
Le dijeron como disculpándose.

Una palabra, ya se la he dado, dijo Juan. Y si quieren un gesto, también se lo puedo dar: ¡Lávense el cuerpo en el Jordán!; pero ¿quién lavará su interior?

Al oír esto los fariseos se fueron indignados diciendo: Este hombre es inhumano y su forma de vivir dura, ¿quién puede vivir así?

Juan, viéndoles marchar, dijo a los que le acompañaban: ¿De qué sirve bautizar el cuerpo si no hay por dentro una sincera conversión? En todo edificio siempre hay una primera piedra; en la conversión, esta se llama sinceridad.

MARCOS 1, 9-11

“En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”.

Jesús, como muchos otros en aquel tiempo, un día abandonó Nazaret de Galilea, su pueblo, y se dirigió al Jordán para hacerse bautizar por Juan.

Aparentemente todo fue como en cualquier otro bautismo. Sólo, al salir del agua, se produjo algo asombroso y difícilmente descriptible. Juan habló de una paloma que se posó encima de Jesús y de unas voces que se escucharon desde el cielo.

Un día Jesús, mucho más adelante, enseñándonos la importancia de amar y de sentirse amado, nos habló de su bautismo: El bautismo de Juan, a mí me dio confianza... Antes de él había en mí algo dormido, que quería salir pero no podía... Me faltaba fuerza, confianza en mí mismo...

Uno de nosotros, que había oído hablar a Juan de ese momento, le interrumpió: Quizá oíste a Dios que te habló, como a Moisés en el Sinaí.

Jesús ignoró el comentario y continuó diciendo: Ese día, al surgir del agua, sentí muy fuerte que Dios me decía: Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección. Desde ese momento, sintiéndome amado, todo fue más fácil.

¿Entonces, escuchaste la voz de Dios?,
le preguntamos con curiosidad.

Y Jesús nos respondió lacónicamente: Las palabras de Dios se escuchan más dentro que fuera.

MARCOS 1, 12-13

“El Espíritu llevó a Jesús al desierto, donde fue tentado por Satanás durante cuarenta días. Vivía entre las fieras y los ángeles lo servían”.

Al Maestro le gustaba retirarse a la soledad y sumergirse en el silencio. Quizá esta afición le vino de los primeros momentos cuando, antes de ponerse a predicar, estuvo en el desierto. Aunque posiblemente el silencio lo tuvo siempre dentro.

A nosotros, por el contrario, el silencio siempre nos asustaba y el desierto nos daba miedo. Creíamos que ahí tenía su morada Satanás y los pocos animales que allí vivían, eran sus servidores. Pero Jesús siempre nos insistía: Se tiene miedo de lo que se ignora. ¿Qué saben del desierto? ¿Qué conocen de los animales que allí viven? ¿Qué saben de Satanás? Nada en concreto. Entiendan que hasta el demonio es servidor de Dios.

¿Y eso cómo lo sabes?
, le preguntamos.

Eso se aprende en el silencio, nos dijo Jesús. Solamente ahí se puede escuchar el susurro del Espíritu que, aunque lo penetra todo y lo invade todo, es silencio.

MARCOS 1, 14-15

“Después que Juan Bautista fue arrestado, Jesús se dirigió a Galilea. Allí proclamaba la Buena Noticia de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia”.

Jesús nunca habló mucho. Era más hombre de acción que de discursos. Sus primeras palabras, cuando comenzó a predicar caminando hacia Galilea, fueron sencillas, concretas, claras; como era él: El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia.

Recuerdo que al principio, antes de ponernos nosotros a hablar a la gente, nos decía con insistencia: No hablen sino es con sus mismas palabras.

Entonces, uno de nosotros le preguntó: ¿Cómo es eso? ¿No tenemos que enseñar lo que aprendemos de vos?

- le respondió - pero sólo con sus palabras. Esas que les salen del corazón y sobre todo de la vida.

Si tenemos que hablar sólo con nuestras palabras
- comentó entonces otro discípulo - no diremos nada.

Entonces cállense
, nos indicó Jesús. Que vuestro humilde silencio hable por ustedes.

MARCOS 1, 16-20

“Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: Síganme, y yo los haré pescadores de hombres. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron.

Y avanzando un poco, vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban también en su barca arreglando las redes. En seguida los llamó, y ellos, dejando en la barca a su padre Zebedeo con los jornaleros, lo siguieron”.


La amistad para Jesús fue más que una palabra y más que una necesidad. La amistad fue su vida. No pudo estar sin amigos, ni hacer nada sin ellos. Al poco de empezar a predicar, eligió como amigos a Simón y a su hermano Andrés; a Santiago y a su hermano Juan, que eran pescadores.

Simón Pedro me contaba cómo los eligió: Un día, Jesús caminaba a la orilla del lago de Galilea. Nosotros estábamos ocupados en la redes y en las cosas de la pesca. En esto se nos acercó y se puso a mirar. Luego, al poco, nos dijo: ¿Les ayudo? ¿Necesitan ayuda?

Los cuatro levantamos la vista y nos quedamos mirándole. Ya le conocíamos. Le habíamos visto hablar a la gente por ahí y también en la sinagoga; pero él no era pescador. ¿Qué puede saber éste de redes, barcos y peces?, pensamos. Entonces yo, haciéndome eco de sus palabras, le pregunté con ironía: ¿Te podemos ayudar nosotros? ¿Nos necesitas?

Al momento le escuchamos proferir lo que ni remotamente pensábamos: Sí. Los necesito a los cuatro. Síganme, y yo los haré pescadores de hombres.

Nos quedamos mudos. Pensamos que quería burlarse de nosotros. Santiago, continuando con el absurdo diálogo, le preguntó: ¿Y cómo se pescan los hombres?

Con amor
, respondió sin dudar Jesús, a la vez que le miraba a los ojos. Y repitió su invitación: Vengan conmigo y seremos amigos siempre.

Desde aquel día, me contaba Pedro, las cosas cambiaron. Nosotros lo dejamos todo y comenzamos a vivir con él.

MARCOS 1, 21-22

“Jesús entró en Cafarnaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.

Jesús hablaba bien, pero no era tanto por lo que decía, ni por el modo de decirlo; sino por la novedad que ofrecía. Su hablar tenía fuerza, peso. Sus palabras no se las podía llevar el aire, porque tenían por detrás toda su vida. A la gente le gustaba como hablaba Jesús y decía que su hablar "tenía autoridad".

Recuerdo que una vez, uno de nosotros, después de haber estado hablando del Reino de Dios en una aldea, por donde Jesús iba a pasar, al regresar le dijo lamentándose amargamente: Señor, no me han hecho caso... Les hablé lo que nos dijiste, pero no me escucharon... Ni siquiera me prestaron un poco de atención.

Jesús, con calma, le preguntó: ¿Cómo les hablaste?

Les hablé del Reino de Dios que estaba cerca y...
Jesús le interrumpió y le dijo: No te pregunto qué les has dicho; sino ¿cómo les hablaste?

Les hablé con parábolas, como tú haces...
Jesús volvió a interrumpirle: No es la forma que empleaste, lo que te pregunto; sino, si lo que les decías, lo sentías y sobre todo lo vivías. ¿Tus palabras tenían autoridad?

El discípulo tuvo que reconocer que no. Había hablado por hablar y sus palabras no pasaron más allá de los oídos de quienes le escucharon, por eso no le hicieron caso.

MARCOS 1, 23-28

“Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios.

Pero Jesús lo increpó, diciendo: Cállate y sal de este hombre. El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un alarido, salió de ese hombre.

Todos quedaron asombrados y se preguntan unos a otros: ¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen! Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea”.


De la misma manera que una piedra lanzada en un estanque tranquilo genera una onda, y esta a su vez otra, y otra… ampliándose hasta cubrir todo el espacio; así fue la fama de Jesús. Cafarnaúm fue el inicio y desde allí se extendió su popularidad a Galilea y luego a otras regiones hasta llegar a Judea y Jerusalén. Pero a Jesús no le gustaba la fama. Huía de ella. A nosotros nos parecía extraño su comportamiento. ¿Por qué no servirse de la popularidad para darse a conocer?, pensábamos. Por eso un día le preguntamos: Jesús, explícanos: ¿Qué mal tiene la fama? ¿Por qué siempre haces las cosas con cautela y no quieres que se conozcan?

La popularidad
- nos respondió Jesús - puede encender el corazón de orgullo y cegar los ojos a la verdad.

Lo que dices es cierto - le argumentamos- pero si se tiene cuidado… Jesús no nos dejó terminar la idea y repuso: Hay otra razón más importante: Quien se deja guiar por la fama empequeñece a Dios y se sitúa por encima de su hermano.

MARCOS 1, 29-34

”Jesús fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.

Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús sanó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a éstos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él”.


Jesús tenía poderes de sanador. Gran parte de su fama, la ganó curando las más variadas enfermedades. Muchas de las personas que acudían a él era para que las sanase; pero las que no tenían necesidad de curación también iban para sentirse liberadas.

La suegra de Pedro nunca olvidó lo que una vez hizo con ella. Es más, lo propagaba para que todos lo supieran. Yo la escuché en varias ocasiones decir: Conmigo Jesús hizo algo extraordinario: Me curó de una simple fiebre...

Aquí, ella solía interrumpir su relato y miraba a sus oyentes en espera de que alguno la preguntara: ¿Y qué tiene de extraordinario curar una simple fiebre?

Luego, como si no hubiera oído la pregunta, continuaba: Mi fiebre eran los miedos: Miedo a quebrantar la Ley; miedo a que un hombre, que no fuera mi marido, me diera la mano; miedo a ser mujer... Jesús me curó la pequeña fiebre que ese día tenía; pero sobre todo, el milagro que hizo en mí, fue destruir todos los miedos que yo arrastraba y hacerme sentir una mujer libre…

Aquí hacía una pausa y explicaba la forma como Jesús la sanó: Él me curó un sábado, quebrantando la Ley por mí. Vino a mi casa y se acercó a mí, quedando impuro. Me tomó de la mano y me levantó, haciéndome pariente suya. Y sobre todo, no le importó hacer todo esto por una simple mujer. Nadie antes que él me hizo sentir libre.

MARCOS 1, 35-39

“Por la mañana, antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando. Simón salió a buscarlo con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron: Todos te andan buscando.

Él les respondió: Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido.

Y fue por toda la Galilea, predicando en las sinagogas de ellos y expulsando demonios”.


No es que Jesús rezase mucho, estaba siempre en oración; aunque unas veces se le notaba más que otras. Y no rezaba porque le gustase, sino porque eso era su vida. Como el que respira, no lo hace porque le agrade; sino porque sin respirar muere.

Recuerdo que en cierta ocasión, después que hubo orado durante largo tiempo, nos dijo a nosotros sus discípulos: Oren siempre, pero no con muchas palabras. Luego, como nos viera inquietos y nerviosos, nos preguntó: ¿Qué les pasa?

Simón Pedro le respondió: Todo el mundo te busca. Quieren que les hables.

Él mirándonos nos dijo: Hace un momento les decía que al rezar no dijeran muchas palabras, este consejo también lo extiendo a su predicar. No hablen mucho, porque sus palabras se convertirán en ruido. Y sobre todo, no hablen cuando la gente se lo pida con mucha insistencia. Tengan en cuenta que hay muchas personas que necesitan llenar su vacío con ruidos para sentirse bien. En ellos, las palabras que les digan de más, les servirán para adormecerles, no para hacerles cambiar.

Luego, dirigiéndose a todos los que estábamos allí, nos apremió a marchar: Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido.

MARCOS 1, 40-45

“Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: Si quieres, puedes purificarme. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado.

En seguida la lepra desapareció y quedó purificado. Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.

Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a él de todas partes”.


A Jesús no le gustaba que fueran por ahí hablando de él y de lo que hacía. Él prefería el anonimato, el pasar desapercibido. Por eso muchas veces prohibía, a las personas que curaba, el que hablasen de él; aunque raramente le hacían caso. Él quería que cada persona le descubriera por sí misma, no por lo que otros le contaran.

Este secretismo de Jesús siempre nos llamó la atención. No le entendimos nunca del todo porque no encajaba con nuestra manera de ser.

Recuerdo que en una ocasión Jesús curó a un leproso. Este se lo pidió de tal manera, que enterneció su corazón. Con gran cariño Jesús fue tocando sus partes enfermas con la yema de sus dedos y así las fue sanando. Cuando terminó, con gran seriedad, le dijo: Te he curado porque me lo suplicaste; ahora yo te suplico que no lo vayas contando por ahí.

El leproso, asombrado por tal insólita petición, le dijo: ¿Por qué, Señor, no voy a proclamar el gran don que me has hecho? Mírame, ya ves que no tengo plata, ni oro. No tengo bienes con que pagarte. Sólo tengo mi lengua para agradecértelo públicamente.

Todo don que recibimos
- le respondió Jesús - viene de Dios. Por eso agradéceselo a él. Preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que él te indique.

Luego, con severidad, le prohibió divulgar el suceso. Uno de nosotros, no recuerdo quien, le preguntó: Maestro, ¿Por qué esconder el camino? ¿Por qué ocultar la verdad? ¿Por qué ocultar la vida?

A estas preguntas Jesús le respondió: Yo soy el Camino. Yo soy la Verdad. Yo soy la Vida; pero nadie debe venir a mí si antes el Padre, personalmente, no lo trae.

Viendo que no habíamos entendido su respuesta, nos la aclaró: Las obras que yo hago, no son mías; sino del Padre que me ha enviado. A él le pertenecen y no a mí. Si yo me las atribuyo, miento, les desvío del camino y no les conduzco a la vida. Sólo Dios puede hablar bien de mí.