Comunión en la mano… y, sobre todo, el derecho

Contemplando los gestos del sacerdote al tratar con el Cuerpo de Cristo durante la Santa Misa siempre, desde niña, me han llamado la atención sus cuidados en el uso de los objetos litúrgicos y la reverencia con la que se mueve en el altar.

Siempre es bueno detenernos en esos detalles que hacen a la mayor devoción a la Eucaristía. Empecemos recordando algo que todos sabemos: el vino se consagra en el Cáliz y las hostias en la Patena. No en cualquier utensilio sino en aquellos bendecidos para ello: los vasos sagrados.

Antes de la consagración el sacerdote se lava las manos pausadamente y se las seca con el manutergio, al tiempo que, en silencio, reza las oraciones correspondientes al lavatorio de manos. Acto seguido coloca el cáliz y la patena sobre un pequeño lienzo blanco llamado corporal, encima del mantel del altar.

Todos estos objetos deben estar bendecidos y lavados y guardados de una manera especial. Nunca entre otros tipos de ropa o utensilios.

El sacerdote, consagrando despacio y con respeto, nos transmite que algo importante y sagrado está ocurriendo en el altar: la transustanciación de las especies de pan y vino en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Y por eso, ante ese misterio que se nos escapa a los sentidos, nos arrodillamos acompañando al sacerdote en su reverencia.

Tras la consagración y la comunión el sacerdote limpia con un paño rectangular, llamado purificador, el cáliz, sus dedos y la patena donde ha estado Jesús.  La idea de este acto es que no se pierda ni una sola partícula consagrada. Si nos fijamos bien el sacerdote pone mucha atención y respeto en ello.

Los purificadores se lavan después de cada misa con agua, a mano, derramando el agua de su lavado en la tierra de un lugar sagrado, o en alguna maceta o fuente. No se tira por cualquier desagüe. Se trata como lo que es, el agua de un paño que ha estado en contacto con el Cuerpo de Cristo.

Posteriormente se cubre el Cáliz con un pequeño paño blanco que se llama Palia, se reservan las hostias consagradas que no se hayan consumido en el Copón y, con mucho respeto y arrodillándose antes de hacerlo, el sacerdote guarda el Copón en el Sagrario, junto al cual hay una vela encendida que nos recuerda que el Santísimo está reservado.

A modo personal y sin ánimo de juzgar a nadie… ¿No vemos, a simple vista, una diferencia tremenda entre el modo en que el sacerdote trata el Cuerpo de Cristo y el modo en el que lo tratamos nosotros al comulgar, particularmente en la mano?

Corporales, purificadores, paños bendecidos, vasos sagrados… Lavatorio de manos justo antes de tocar el Cuerpo de Cristo como si el sacerdote no viniera a la Iglesia ya con las manos limpias… Cuidado minucioso de que ni una partícula se pierda. Tanto es el cuidado que, si faltan hostias consagradas, el sacerdote puede fragmentar las que le queden para que todos comulguen, pero debe hacerlo sobre el altar, por si alguna partícula se desprendiera en tal operación.

Para el sacerdote toda reverencia es poca. Y yo me pregunto: ¿Y para el laico? ¿Somos una clase inferior? ¿No se trata del mismo Cristo, de las mismas especies consagradas las que toca con suma reverencia el sacerdote y las que nosotros tocamos con nuestras manos, sin ungir, sin lavar justo en el instante anterior, sin purificar después por si ha quedado alguna partícula consagrada?

¿No se trata del mismo Cuerpo de Cristo? ¿Es patrimonio del clero la reverencia y el respeto hacia la Eucaristía?

Yo no quiero ser sacerdote, ni Dios me llama a ello, pero sí quiero tratar a Dios como lo trata el sacerdote. Quiero aprender de sus gestos, de sus cuidados, de su reverencia… Quiero que esa reverencia me recuerde con lo que estoy tratando, lo que estoy tocando, lo que estoy recibiendo.

¿Por qué muchos sacerdotes nos exhortan a que hagamos lo que ellos no hacen, tomando la hostia consagrada del mismo modo que un trozo de pan común?

¿Por qué nos dicen que coloquemos las manos de tal manera que parezca una patena cuando no lo son? ¿Consagra el sacerdote en un plato de cocina colocándolo de tal manera que parezca una patena?

Entonces nosotros… ¿por qué sí?

El respeto y la reverencia no están solo en el corazón. Están en el corazón pero se manifiestan en los gestos. En cualquier ámbito de la vida expresamos con gestos el respeto que tenemos por las personas o las instituciones.  El saludo del militar a la bandera, por ejemplo, no es nada al fin y al cabo, solo un gesto más, una señal…Pero una señal que nace del amor a la Patria manifestado de esa manera tan sencilla y expresiva.

Comulgar en la boca es la expresión material de una oración que acabamos de pronunciar minutos antes: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa. No soy digno de tocarte con mis manos, porque ni una partícula de tu amor y entrega quiero que se pierda. Porque Tu eres mi Dios y yo tu criatura y quiero, voluntariamente, expresarte así mi respeto y devoción.

No soy sacerdote, repito, ni Dios me llama a ello, ni me llamará nunca por mi condición de mujer – en ningún caso inferior por ello a la del hombre – pero soy consciente de que tengo el deber, y, sobre todo el derecho, de expresar mi reverencia y mi amor a Dios del modo que más mueva mi corazón hacia ese misterio tan difícil de entender: la presencia real de Jesús en la Eucaristía, el misterio central de nuestra fe.

Hasta ahora la comunión en la mano ha sido una alternativa. Hoy, en muchos lugares, es obligatorio. ¿De verdad nos creemos que comulgando en la boca se nos va a contagiar el virus? En un país de la antigua URSS se alegó en una ocasión que bautizar a los niños podría acarrear para ellos problemas cerebrales. Por aquello del agua fría en la cabeza y esas cosas absurdas que de repente un montón de científicos corroboran y el personal se cree sin pensarlo siquiera ni acudir a las fuentes.

Desde mi condición de laica sin estudios teológicos no puedo aportar más que mi devoción a la Eucaristía y el sentido común de la fe que me dice que esa prohibición de comunión en la boca atenta contra mis derechos de expresar mi culto a Dios como mejor me aproveche.

Y también desde mi condición de laica pido a los obispos y sacerdotes que nos instruyan, enseñen y transmitan al menos esa misma reverencia con la que ellos tratan a Dios. Que nos muestren que esos gestos respetuosos que ellos realizan en el altar no son simulaciones ni señales sin sentido sino gestos que nacen de la fe y reverencia a Dios que madura día tras día en su corazón.

Pues con la misma reverencia que ellos consagran les pido que nos enseñen a nosotros los laicos a comulgar. Y, por supuesto, nos lo permitan.

Sé que miles de personas firmarían sin dudarlo esta petición.

Cristina González Alba

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