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La fragilidad de la libertad

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Francisco José Contreras, Homo Legens, Madrid 2018, 483 páginas

  1. El agotamiento de los cimientos de arena de la posmodernidad

Su autor, Francisco José Contreras, es Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla y el rigor de su labor investigadora y divulgadora se encuentra avalado por una, más que notable, producción bibliográfica que constituye una luminosa y considerable aportación al pensamiento filosófico en materia política[1]. Es columnista habitual de dos importantes digitales: Actuall.com y Disidentia.com, esporádico en Libertad Digital y ABC, además de ser miembro de VOX.

Esta obra recopila sucintamente el pensamiento del autor en sus anteriores publicaciones, en ella reflexiona profundamente sobre la pulsión autodestructiva de la sociedad más próspera y, supuestamente más libre de la historia. Occidente reinterpreta avergonzado su pasado como una larga noche de machismo, clasismo y superstición. Se piensa que está en deuda con otras civilizaciones y, por lo tanto, sin derecho alguno a afirmarse frente a ellas, por ejemplo, defendiéndose de la inmigración masiva. Ha dimitido de la reproducción y se encuentra entrando despreocupadamente en una catástrofe demográfica de más que difícil salida[2]. Asimismo, ha propiciado la debilitación sistemática de la célula social básica que servía para transmitir la vida y la civilización: la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer para siempre.

Este enjundioso ensayo consta de cuatro apartados. El primero se ocupa de cuestiones referentes a la bioética y la familia abordando la alarmante situación demográfica de España; cómo la sociedad ya no entiende el sentido e importancia del matrimonio; la maternidad subrogada; el aborto; el mal llamado «matrimonio» entre personas del mismo sexo; el transhumanismo, etc. En este apartado el autor tiene el gran acierto de sintetizar las ideas del gran filósofo francés, Fabrice Hadjadj, sobre la procreación[3]. La segunda sección diserta sobre el liberalismo conservador. En la tercera parte se ubican los capítulos dedicados al cristianismo donde analiza la creciente intolerancia hacia los católicos y la absoluta indiferencia occidental frente a la persecución de los cristianos de Oriente. Dicho sea de paso, indiferencia de la que parecería participar no poco la política vaticana actual, más preocupada por el bienestar de las oleadas de inmigrantes que asaltan Europa que por aquellos que son asesinados a causa de la fe a manos de los seguidores de la religión de la paz por excelencia, los musulmanes, a los que presenta como unos pobres y maltratados creyentes que deben ser socorridos incondicionalmente[4].

La cuarta y última sección es la histórica y aborda asuntos como la relación de amor-odio entre el comunismo y el fascismo. En pocas páginas evidencia un hondo dominio teórico acerca de esas ideologías sustentado en autores competentes y sólidos de la talla de François Furet, Paul Jhonson, Stephane Courtois, Stanley Payne y Mira Milosevich entre otros[5]. No obstante, si bien cronológicamente no podría haberse servido de la monumental obra de Federico Jiménez Losantos Memoria del comunismo, llama la atención la ausencia de la bibliografía definitiva del mayor experto en el fascismo italiano de reconocido prestigio internacional, el ilustre Emilio Gentile[6]. El tratamiento de la hispanofobia revestida de antifranquismo debido a la hegemonía cultural, más bien terrorismo cultural, de la izquierda ante la creciente y desesperante levedad teórica de la derecha política, se convierte en la mejor aportación de esta obra a causa del estudio de las posiciones al respecto de dos importantes intelectuales: Hermann Tertsch, también miembro de Vox, y Pío Moa.

En la segunda sección de la obra, Francisco Contreras realiza una defensa del liberalismo conservador en la que recoge el pensamiento anglosajón clásico de Alexis de Tocqueville y Edmund Burke junto con las interesantes aportaciones de los catedráticos Roger Scruton y José Mª Marco, este último miembro también de VOX y colaborador habitual de Libertad Digital y ABC[7]. A modo de complemento a las tesis del liberalismo católico defendidas por el autor, que en parte hunden sus raíces en Cánovas del Castillo, en modo alguno resulta superflua una reflexión acerca de una serie de conceptos políticos como el de la soberanía popular, que hoy se dan por descontados, sin que por ello dejen de tener un trasfondo filosófico más que cuestionable y que no debe ser omitido[8].

  1. ¿La autoridad dimana de la soberanía popular?

La doctrina católica sobre la posición de los fieles frente al poder político siempre se ha fundamentado en la revelación divina, así lo enseña San Pablo: «No hay autoridad si no es bajo la acción de Dios»[9]. Ello significa que toda potestad humana, desde la paterna hasta la política pasando por la educativa, se deriva de la de Dios y en Él tiene su único fundamento. «Esto no quiere decir que determinados gobernantes hayan recibido el poder inmediatamente de Dios (como sostuvo el absolutismo), sino que la autoridad es parte necesaria del orden que Dios ha creado»[10]. Sin embargo, una doctrina tan clara y precisa comporta numerosas implicaciones por un lado, y ha sido olvidada por los católicos, pastores incluidos, en el orden teórico y práctico por otro.

El primer error del liberalismo político que ha arraigado profundamente en los fieles y eclesiásticos es el que fue manifiestamente condenado por el Magisterio de la Iglesia: pensar que la soberanía reside en el pueblo y éste es la fuente del poder político[11]. Siguiendo la teorización, en primer lugar, de Hobbes, desarrollada ulteriormente por Rousseau en su deletéreo Contrato social, a modo de pacto, todos los ciudadanos a través de las elecciones delegarán su soberanía personal en un Parlamento o unos gobernantes[12]. Es decir, no existiría autoridad alguna que no tuviera un origen democrático, plebiscitario, lo cual conlleva que no existiría autoridad natural alguna delegada por Dios, como, por ejemplo, la de los padres sobre sus hijos o la del profesor sobre sus alumnos[13].

Este craso error que hoy es aceptado como lo más natural, es más, como un nuevo dogma, fue claramente denunciado por el Papa León XIII en una breve encíclica sobre el origen del poder: «Muchos contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el pasado siglo se atribuyen el nombre de filósofos, afirman que todo poder viene del pueblo; por lo cual los que lo ejercen en el Estado no lo ejercen como cosa propia, sino por mandato del pueblo, y de tal manera, que por esta ley, como voluntad del mismo pueblo, puede este revocar el poder que entregó. De esto disienten los católicos que ponen en Dios, como principio natural y necesario, el origen del derecho a gobernar. […] El pacto que predican es claramente una ficción inventada»[14]. En pocas palabras, todo el contractualismo roussoniano en el que reposan los fundamentos de las modernas democracias actuales, es -en boca del Papa- «una ficción».

Desde la época de la Ilustración hasta la nuestra, esta mentira fue inoculándose en las sociedades católicas a través de subterfugios y falsas proclamas barnizadas con lenguaje religioso. Algo similar ya había acontecido con los primeros luteranos. Negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía obrada por el milagro de la transubstanciación; no obstante, para evitar el rechazo de un pueblo que aún poseía hondas convicciones católicas, aceptaron que los protestantes se siguieran arrodillando en la consagración durante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa[15]. Con el tiempo lograron que permanecieran en pie durante el oficio religioso y redujeron así la Eucaristía a un mero símbolo (transfinalización, transignificación)[16].

Igualmente, en el orden político, el principio liberal de la soberanía del pueblo se disfrazó de religiosidad. En la primera Constitución liberal española, la de Cádiz de 1812, y en las otras que le siguieron, se introdujo el concepto de soberanía popular, exportado por la Ilustración francesa, entre declaraciones trinitarias y de reconocimiento de la autoridad suprema de Dios[17]. La introducción de la Constitución de Cádiz empieza confesando acertadamente: «En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad». Así se daba a entender que la máxima fuente del poder residía en Dios. Sin embargo, un poco más adelante, en el artículo 3, se contradecía esa solemne introducción proclamando que: «La soberanía reside esencialmente en la Nación»[18]. Un autor nada sospechoso de tradicionalismo como el protestante Henry Kamen afirma: «La Constitución de 1812 no era el documento pretendidamente conservador que decía ser: estaba basada en la Constitución francesa de 1791 e incluía numerosas innovaciones»[19].

Este hecho no es baladí, pues este tipo de «herejías políticas» condujo a multitud de enfrentamientos y a que las masas católicas no liberales, en prolongados períodos de la historia de España, se negaran a participar en la vida política[20]. El motivo es que no podían participar políticamente en un sistema regido por una Constitución basada en el error religioso (herejía) de la soberanía del pueblo[21]. No obstante, otros muchos católicos se dejaban engañar por el lenguaje pseudoreligioso de estas constituciones, así la mentalidad liberal se infiltró en el episcopado y fue permeando con el tiempo a una proporción cada vez mayor de sacerdotes que la extendieron después entre los fieles[22]. Un ejemplo acabado puede contemplarse en la diferente actitud que tuvieron los obispos, mayoritariamente de simpatías liberales, y el clero, especialmente los religiosos, de mentalidad tradicional, durante las guerras carlistas y en general durante todo el siglo XX[23].

De este modo fue apareciendo el conservadurismo que aceptaba constituciones heréticas y participaba en política en nombre del posibilismo y el mal menor, mientras que los católicos más íntegros, los tradicionalistas, prefirieron mantenerse fuera del sistema liberal en nombre del bien mayor posible[24]. En función de los vaivenes políticos las diferentes constituciones españolas fueron dejando un margen mayor o menor a la soberanía del pueblo, a la del Rey o al Parlamento[25]. Así llegamos a la Constitución de 1978, ininterrumpidamente incensada por los obispos, y que contiene un cúmulo de despropósitos filosóficos y teológicos, algunos de los cuales el gran Cardenal de Toledo y Primado de España, Don Marcelo González Martín (1972-1995), ya señalara en vísperas de su votación[26]. Como botón de muestra veamos dos de ellos, solamente en el primer artículo, en los puntos segundo y tercero.

Art. 1. 2. «La soberanía reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Art. 1. 3. «La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria». Este oxímoron político causaría risa si no fuera por las innumerables desgracias que ha deparado a España. ¿Cómo conciliar que el pueblo es soberano con la autoridad de un rey? Las escasas revoluciones liberales que no culminaron con derrocamientos monárquicos y proclamaciones republicanas llegaron a un híbrido que ha perdurado hasta nuestros días: las monarquías parlamentarias[27]. Éstas consagran el absurdo lema de que: «El rey reina, pero no gobierna». Sin embargo, cualquier latinista medianamente formado sabe que: regnare, regere o gubernare son verbos sinónimos, por tanto, este principio que fundamenta la monarquía parlamentaria es insostenible. Así lo indicó con expresión pintoresca el último intelectual que le quedaba a la derecha política española, Manuel Fraga Iribarne: «España es una República coronada»[28].

  1. La legítima resistencia ante el poder político corrompido y corruptor

Pero si toda potestad proviene de Dios, motivo por el cual hay que obedecer a los gobernantes, ¿qué ocurre cuando los gobernantes legislan contra la ley natural y la Ley de Dios? El Magisterio de la Iglesia es contundente frente a la desobediencia frente al poder legítimo. El corpus doctrinal de León XIII acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, en la encíclica Inmortale Dei, asienta con suma gravedad el principio de obediencia al que se deben todos los católicos: «Despreciar la potestad legítima, quien quiera que fuese el poseedor de ella, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios; quienes resisten a la cual se despeñan voluntariamente en su perdición […] Quien resiste a la potestad resiste a la ordenación de Dios, y los que resisten a ella, ellos mismos se atraen sobre sí la condenación»[29].

Sin embargo, esta afirmación no resuelve el problema que se ocasiona cuando el poder se vuelve tiránico y por extensión ilegítimo. El protestantismo, siguiendo la doctrina y vida de Lutero, practicó una obediencia ciega hacia los gobernantes protestantes, no solamente circunscrita al siglo XVI sino prolongada hasta el nacional-socialismo alemán[30]. Ante el nazismo todas las confesiones protestantes rindieron pleitesía hasta el extremo de que sus organizaciones juveniles por propia voluntad, eso sí muy evangélica y reformada ella, se disolvieron para entrar a formar parte de las Juventudes Hitlerianas[31].

Llegados a este punto omitimos desarrollar la cuestión de la Iglesia de Estado que el rey de Inglaterra, Enrique VIII, crease al romper la comunión con el catolicismo romano. Y es que en estos tiempos «ecumaníacos» no es «eclesiásticamente correcto» recordar la historia de la Iglesia Católica, pues se prefieren los tópicos oficiales del pensamiento débil, anclados en los años 70, lanzados contra la malvada tríada: proselitismo-triunfalismo-clericalismo, o el cultivo del sensacionalismo por medio de la sociología de autoayuda, el sentimentalismo de levantar puentes en lugar de muros, el ecologismo, el pacifismo o el buenismo infantil. Dicho de otro modo, vaguedades de baratillo que los medios de comunicación mundanos, y como no podía ser menos, también eclesiásticos oficialistas, compran y divulgan entusiásticamente, pero que nadie se atreve a calificar públicamente como lo que realmente son: demagogia y populismo[32].

Volviendo al Magisterio de la Iglesia, deja claro que el deber de obediencia se rige por una serie de condiciones. León XIII establece que: «Este respeto al poder constituido no puede exigir ni imponer como cosa obligatoria ni el acatamiento ni mucho menos una obediencia ilimitada o indiscriminada a las leyes promulgadas por este mismo poder constituido […] Por consiguiente, jamás deben ser aceptadas las disposiciones legislativas, de cualquier clase, contrarias a Dios y a la Religión. Más aún, existe la obligación estricta de rechazarlas»[33].

La objeción de que estos textos se escribieron en el siglo XIX y por lo tanto quedarían obsoletos ante la situación política del siglo XXI cae por tierra al haber quedado recogida esta doctrina, como perenne, en el Catecismo de la Iglesia Católica en el comentario al cuarto Mandamiento[34]: «El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”[35]. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”[36]».

Mientras que el protestantismo con su característica subordinación al poder político generó los fundamentos del absolutismo al renegar del deber de resistencia al poder tiránico debido a su manipulación del principio del origen divino del poder[37]. Tradicionalmente los grandes teólogos católicos expusieron bajo qué condiciones se podía resistir al poder tiránico. Así sintetiza el Catecismo la doctrina de Santo Tomás de Aquino sobre la cuestión de la guerra justa: «La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es posible prever razonablemente soluciones mejores»[38].

  1. Laicidad sin laicismo o la cuadratura del círculo

En conexión con el anterior concepto de soberanía popular, la Iglesia que en el Vaticano II apostara por la democracia moderna, no tardó en inventar ex novo, un término ajeno al Magisterio: «laicidad»[39]. En todos los países que mantienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede, los contactos entre ambas sociedades, la sociedad religiosa católica representada por la Iglesia jerárquica y la sociedad civil representada por el Estado –en sus múltiples administraciones-, se rigen por acuerdos mutuos que recibían el antiguo nombre de concordatos. Después de la transición política y la actual Constitución, en España se establecieron nuevos pactos en 1979 que han variado sustancialmente el anterior Concordato suscrito en 1953 con el régimen de Franco y que le valió el reconocimiento de la Santa Sede, calificado por Pío XII como «modélico». Principalmente, aunque no sólo por este motivo: «El 21 de diciembre de 1953, Franco fue nombrado por el Papa caballero de la Orden de la Milicia de Cristo: era el honor más alto que la Santa Sede podía conceder […]. El Generalísimo podía considerarse, con razón, y así se expresaban muchos, “un hijo predilecto de la Iglesia”»[40].

En los nuevos acuerdos de 1979 la Iglesia ha cedido muchas prerrogativas a cambio de nada, o mejor dicho a cambio de ser perdonada por su agradecimiento a quien la salvara del exterminio y le concediera todo su apoyo político, económico y educativo[41]. Pero esta nueva situación no parece ser suficiente para los distintos gobiernos, particularmente los de izquierda. Aunque no hay que olvidar que la primera agresión a los nuevos acuerdos entre la Iglesia y la España democrática provino de la UCD con su ley del divorcio de 1981 que atentaba contra el matrimonio sacramental, como defendieron el cardenal Don Marcelo y el gran teólogo y obispo de Cuenca, José Guerra Campos[42]. En múltiples ocasiones y en determinadas decisiones gubernamentales que afectan a cuestiones graves, principalmente en materia de educación, se han cometido en España múltiples y continuados abusos por parte del Estado en la correcta aplicación de los acuerdos vigentes.

En esta situación en algunos ambientes eclesiásticos se ha empezado a utilizar una «neolengua», como diría Orwell, en torno a la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, más allá de la simple memoria de los contenidos concretos de los acuerdos Iglesia-Estado[43]. Algunos católicos creen que se ha de hacer un nuevo planteamiento de estas relaciones y que se ha de saber decir, en el lenguaje moderno, el célebre: «dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»[44]. En tal contexto es donde aparece el nuevo lenguaje que redefine términos antiguos y les da una peculiar significación. Pero los que basan sus argumentos sólo en este texto deberían, interpretarlo como siempre lo ha enseñado la Iglesia[45]: «(Cristo)… reconoció al poder civil y sus derechos, mandando pagar el tributo al César, pero avisó claramente que deben respetarse los derechos superiores de Dios». No hay, entre ambos poderes, un mero reparto de ámbitos totalmente independientes y soberanos[46]. Los derechos de Dios son superiores a los derechos del Estado porque el César no está en el mismo plano que Dios[47].

La terminología que ahora se usa quiere distinguir entre «laico» y «laicista» de modo que, sin definir ambos términos, se emplean en el sentido de ser aceptable que el Estado sea laico, aunque no que tenga derecho a ser laicista. Al concederle al Estado su «derecho» a ser laico se piensa delimitar el ámbito propio de su misión: el político. En cambio, la negación de una actitud laicista viene a ser la afirmación de sus justos límites cuando las decisiones políticas interfieren en la religión[48]. El Estado laico sería algo así como un Estado que no se inmiscuyera -ni a favor ni en contra- en asuntos religiosos. En cambio, un Estado laicista sería aquel que usaría su poder político para zaherir a la religión[49].

La insinuada aceptación por la Iglesia de un Estado laico implicaría un terreno común en el que se desenvolvería la vida social de los ciudadanos más allá de toda «opción» religiosa, que sería el marco de entendimiento entre creyentes y no creyentes, y que no sólo no debería molestar a nadie, sino que debería ser considerado como un ideal en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. He aquí el ideal que algunos preconizan como la solución simple y definitiva de una tan antigua cuestión, siempre llena de enfrentamientos desde la aparición del liberalismo en el siglo XIX[50].

Pero las palabras tienen su propio significado y conviene pensar en la realidad de la situación más allá de términos que, lejos de aclararla, podrían simplemente enmascararla acelerando todavía más el proceso de laicización de la sociedad desde las múltiples y poderosas instancias del poder político. La dificultad de aceptar este planteamiento: «Estado laico sí-Estado laicista no», es que si el Estado tiene derecho a ser laico -en una terminología nunca empleada por la Iglesia para referirse al ejercicio propio de la autoridad civil- puede parecer a muchos, y con razón, que se está diciendo que lo laico no es en sí mismo malo mientras que sólo sería reprobable el laicismo, que vendría a ser su planteamiento maximalista[51].

Si por «laico» entendemos restrictivamente lo que no es sagrado, en el sentido en que distinguimos en la Iglesia entre clérigos y seglares, el Estado puede ser llamado laico. Pero en el sentido amplio de la palabra no puede aceptarse que un Estado tiene derecho a ser laico porque es dogma de fe católica que todo poder, también el poder civil, proviene de Dios, de donde dimana la obligación religiosa de obedecerle. Esta es la reiterada enseñanza de la Iglesia, cuya base es totalmente bíblica, expuesta por los Padres de la Iglesia, desarrollada por San Agustín, sintetizada en la encíclica Diuturnum illud de León XIII y recordada en la Pacem in terris de Juan XXIII[52].

Nada es ajeno a la omnipotencia creadora y a la providencia de Dios[53]. Por consiguiente, la Iglesia no puede aceptar que algo tan importante como el poder civil esté al margen de Dios, que ha ordenado sabiamente la vida humana en todas sus dimensiones. Laico no es un calificativo acertado[54]. Pero, ¿qué es el laicismo? El término «laicismo» no es un superlativo de laico. El laicismo no tiene otra definición usual que la de ser un sistema conceptual y práctico de promoción, por todos los medios a su alcance, de una sociedad laica. Por lo tanto, como la calificación moral de una acción se da fundamentalmente por el fin que pretende, el laicismo es rechazable porque lo laico lo es[55]. Esta es la razón esencial del rechazo del laicismo, aunque se le puede añadir, de modo accidental, que es doblemente muy reprobable -como es usual- por el método totalitario con el que pretende conseguirlo[56].

¿Por qué el laicismo tiene como meta una sociedad laica? Porque una sociedad laica es aquella en que la religión y la Iglesia no tienen la menor influencia en la sociedad, de modo que lleguen a desaparecer o, si acaso, queden reducidas al ámbito subjetivo, personal y sin ningún derecho a ser enseñados. Lo «laico» es el fin, y el laicismo es el conjunto de ideas y acciones que lo promueven, es decir el medio[57].

La cuestión de la relación entre la Iglesia y el Estado, que es de enorme trascendencia, fue magistralmente analizada por el magisterio de los papas del siglo XIX y principios del XX, sin ninguna discrepancia entre ellos, hasta conseguir formar un sólido cuerpo doctrinal que Pablo VI se vio obligado a reconocer en el Vaticano II como «la doctrina tradicional de la Iglesia»[58]. Al hablar de la libertad religiosa dice que la doctrina expuesta en el concilio «deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»[59]. Aunque bien es cierto que esta nota aclaratoria, añadida posteriormente para lograr el consenso, se encuentra contradicha a continuación en el documento. La doctrina tradicional -expresada de una manera íntegra y clara por León XIII- sostiene que la religión es como el alma de la sociedad y que no puede separarse la Iglesia de la sociedad como no puede separarse el alma del cuerpo, aunque con la misma fuerza se ha de afirmar que son dos realidades distintas. Son distintas, pero no deben separarse, como es distinta la vida del cuerpo y la del alma, no obstante, la vida humana exige que no se separen[60].

Se ha de caer en la cuenta que no es lo mismo «distintas» que «separadas». Si se quiere tener una idea inmediata de lo que es una organización social en la que no se distingue la religión de la sociedad política, piénsese simplemente en la teocracia islámica[61]. Sin embargo, no caer en este grave error no significa, en absoluto, que se haya de aceptar la separación como sucede en el actual Occidente descristianizado. Antes del siglo XIX ninguna sociedad fue concebida y desenvuelta sin la presencia íntima y medular, verdaderamente vertebradora, de la religión. Incluso Rousseau, precursor del laicismo radical, con la práctica exclusión de la religión en la vida social, reconoce que se puede comprobar histórica y conceptualmente que sin la religión no hay un primer aglutinante posible en ninguna sociedad[62]. Por consiguiente, se trata de comprobar si la dicotomía acuñada puede asemejarse en algún modo a la doctrina tradicional y ser el nuevo marco desde el cual entablar un diálogo entre la Iglesia y el Estado en la actualidad.

La fórmula cristiana basada en el concilio de Calcedonia del 451: «distinción sí, separación no», planteaba la solución dentro de la doctrina de la Iglesia, mientras que la nueva dicotomía «laico sí, laicista no» se propone ella misma como una solución «neutra» que puede ser aceptada por un Estado no cristiano[63]. Pero no se mueve en el cauce de la doctrina de la Iglesia sino en una actitud de mera filosofía política, que quiere ser semejante, sin conseguirlo, con aquellas disposiciones que elaboró el magisterio de León XIII y otros pontífices para países con confesiones oficiales no católicas. En tales situaciones la Iglesia apelaba a la común libertad política como un requisito para ejercer su ministerio religioso. Pero esta doctrina, que podría invocarse en la situación presente, no se identifica con el esquema que ahora analizamos.

En el peor de los casos, la Iglesia en España puede aceptar el hecho de que vive en un país oficialmente no católico, gracias a la labor de la misma Iglesia salida del Vaticano II, que en la situación actual sería más bien fuertemente secularizado, prescindiendo ahora de multitudinarias manifestaciones religiosas, de estadísticas sobre la petición de la asignatura de religión, el número todavía mayoritario de bautizos, primeras comuniones y otros índices[64]. Y podría también apelar a la exigencia de la libertad que se concede a todas las asociaciones. Sin embargo, no es lo mismo hablar de reconocimiento de la libertad que hablar de aceptación de la laicidad como principio.

La libertad es un valor común e independiente del planteamiento de la relación Iglesia-Estado que pueda ser siempre invocado. La libertad es una realidad perteneciente a la dignidad de la persona humana y por ello exigible, mientras que la laicidad es ya la teoría específica de la parte irreligiosa de la sociedad[65]. Una sociedad laica no es una sociedad común a creyentes y no creyentes. Ha de tenerse presente que el Vaticano II habló de la libertad, nunca de la laicidad, antes bien, incluyó como parte del bien común la vida religiosa de los ciudadanos: «El poder civil, cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, debe reconocer ciertamente la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla»[66]. Y León XIII enseña: «El poder público debe asumir eficazmente la protección de la libertad religiosa de todos los ciudadanos por medio de justas leyes y otros medios adecuados y crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad»[67].

La Iglesia tiene naturalmente el derecho a pedir que se le reconozca la misma libertad que se concede a todo grupo social[68]. La libertad es un bien universal exigible -dentro del bien común- mientras que la laicidad es un presupuesto que es en sí mismo una actitud de negación de la íntima relación entre lo natural y lo religioso. ¿Son verdaderamente católicos los que sostienen que el Estado ha de ser laico pero que, por el contrario, la sociedad no ha de ser laica? Ahí es donde se produce el constante enfrentamiento radical no resuelto por el nuevo planteamiento, porque el Estado positivamente autónomo e independiente de Dios, como el de la Constitución de 1978, tiene como ideal social un Estado laico, no meramente aconfesional que no sería más que una etapa previa[69]. Mientras unos –los creyentes- exigirían un estado laico, pero no un estado laicista, los otros -el Estado laico- usaría el arma del laicismo para llegar a una sociedad completamente laica. Esto es lo que de hecho ocurre y no puede dejar de ocurrir. La persecución directa y violenta a la Iglesia es un camino usado por muchos Estados totalitarios -comunistas e islamistas-, mientras la persecución solapada -no menos efectiva-, se practica en muchos países democráticos[70]. Pero, en cualquier caso, la meta no es solamente la persecución de la Iglesia sino su desaparición.

Un Estado laico -totalitario o democrático- no puede legislar más que de acuerdo con el principio de que la sociedad que él rige, ha de ser laica, esto implica que velará para que no se hagan presentes la religión y la Iglesia en esta sociedad civil[71]. Allí donde se dé una cuestión que pertenezca por una parte a lo meramente civil, pero por otra a lo religioso, el Estado laico no dudará un momento en adoptar aquella legislación y aquellas decisiones prácticas que tiendan a anular la presencia de la doctrina y las prácticas religiosas[72].

Ahora bien, la vida social, la vida cotidiana, no puede desenvolverse del modo que Dios ha ordenado si se separa de la penetración religiosa tales acciones[73]. No se puede extrapolar a la totalidad de la vida humana, individual y colectivamente considerada, lo que puede acontecer en determinadas parcelas minúsculas e inoperantes en el verdadero dinamismo humano. No se puede equiparar el ser más íntimo del hombre, su naturaleza y sus más profundas aspiraciones, con determinadas acciones meramente exteriores, destinadas a la elaboración de productos meramente útiles y sin ninguna significación de finalidad. Por ejemplo, la fabricación de ascensores, que constituyen un bien, sin duda útil y al servicio del hombre, no constituye en modo alguno una realización del hombre en cuanto tal. Sería absurdo hablar de ascensores católicos o ascensores laicos.

Pero, ¿puede aceptarse ésta indiferencia religiosa en las cuestiones más importantes de la vida? ¿Puede haber una indiferencia que sea igualmente respetuosa con la creencia y la increencia? La ausencia de la religión en la vida pública no es un terreno común y anterior a la división entre creyentes y no creyentes, sino la opción laica, pura y absolutamente considerada[74].

Los cristianos no tienen que verse constreñidos a vivir en guetos como era habitual entre los judíos[75]. Necesitan vivir la religión, según es constitutivo de su propia naturaleza, con una proyección social, y en todo caso puede invocarse el respeto a las creencias -o increencias- de los demás, pero no de modo que haya que admitir como «normal» la positiva separación de ideas y acciones que, por su misma naturaleza, dicen relación directa al ejercicio de la religión. Piénsese en la naturaleza del matrimonio, en la legislación sobre el divorcio, en el aborto -tema donde el Estado ha dejado patente su sentido del derecho, legalizando el más abominable de los crímenes como un derecho-, en la escuela llamada pública (que debería llamarse estatal, porque públicas lo son todas), en las campañas de prevención del sida, en la programación de los medios de comunicación y un largo etcétera[76].

Una sociedad laica no es un terreno común a creyentes y no creyentes, lo cual supone un sofisma cuyo absurdo se esconde tras una máscara de razonabilidad[77]. Se ha introducido la idea de que, puesto que la afirmación de la existencia de Dios -que connota necesariamente su acción cósmica y social, por su misma significación filológica- es una «opción» no compartida por todos, el terreno común entre el afirmar «Dios existe» y la proposición «Dios no existe» sería: «organicemos la sociedad sobre la base común de que Dios no existe». ¿Base común? Por mera lógica no existe una base común a dos proposiciones contradictorias y, la que se ha elegido y se impone es «Dios no existe»[78]. La propuesta de un Estado laico no laicista es un imposible lógico. Todo Estado laico es por, el solo hecho de serlo, un Estado laicista, esto es, que tiende sistemáticamente a producir una sociedad laica, es decir, a separar a los hombres de la religión y, en definitiva, de Dios[79].

Este trabajo de Contreras resulta sumamente interesante y clarificador de la situación actual que estamos atravesando y que se agudiza por momentos. Los temas que aborda son de una tremenda actualidad y su estilo es fresco, aunque la hondura con que los afronta requiere en el lector una cierta base intelectual previa. Estamos ante una obra profunda de pensamiento y de síntesis de importantes autores, que no pretendería estar al alcance de todos los públicos. Sin embargo, los más dotados de tiempo o de inteligencia no pueden dejar de adquirir con ella un formidable plexo de ideas.

[1] Francisco José Contreras, Kant y la guerra. Una revisión de la Paz Perpetua desde las preguntas actuales, Tirant lo Blanch, Madrid 2007; Nueva izquierda y cristianismo, Encuentro, Madrid 2011; Liberalismo, catolicismo y ley natural, Encuentro, Madrid 2013; El sentido de la libertad. Historia y vigencia de la idea de ley natural, Stella Maris, Barcelona 2004; La Filosofía del Derecho en la historia, Tecnos, Madrid 2016; La batalla por la familia en Europa. La Manif pour tous y otros movimientos de resistencia, Sekotia, Madrid 2016; Una defensa del liberalismo conservador, Unión, Madrid 2018.

[2] Cf. Alejandro Macarrón Larumbe, Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo ¿A la catástrofe por la baja natalidad?, Edición propia, Madrid 2018, 47.

[3] Cf. Fabrice Hadjadj, ¿Qué es una familia?, Nuevo inicio, Granada 2015, 18.

[4] Cf. Aurelio Fernández, Teología moral. Moral social, económica y política, Aldeoca, Burgos 2001, 374-379.

[5] Cf. François Furet, El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, Fondo de cultura económica, Madrid 1995, 31; François Furet-Ernst Nolte, Fascismo y comunismo, Alianza, Madrid 1999, 60-61; Stephane Courtois (Ed.), El libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión, Planeta, Barcelona 1998, 31; Paul Jhonson, Tiempos modernos, Homo Legens, Madrid 2007, 342; Intelectuales, Homo Legens, Madrid 2009, 113; Stanley Payne, El fascismo, Alianza, Madrid 2014, 53; Vladimir Tismaneau, El diablo en la historia, Stella Maris, Barcelona 2015, 419-447; Martin Amis, Koba el temible, Anagrama, Barcelona 2015, 57; Mira Milosevich, Breve historia de la Revolución rusa, Galaxia Gutemberg, Barcelona 2017, 61-67.

[6] Emilio Gentile, El fascismo. Historia e interpretación, Alianza, Madrid 2004; La vía italiana al totalitarismo. Partido y Estado en el régimen fascista, Siglo XXI, Barcelona 2005; El fascismo y la marcha sobre Roma. El nacimiento de un régimen, Edhasa, Barcelona 2015; La mentira del pueblo soberano en la democracia, Alianza, Madrid 2018; Mussolini contra Lenin, Alianza, Madrid 2019.

[7] Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa, Alianza, Madrid 2016; Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, Alianza, Madrid 2012; La democracia en América, Alianza Madrid 2014, 2 vols.; Roger Scruton, Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza, Ariel, Barcelona 2010; El alma del mundo, Rialp, Madrid 2016; Pensadores de la nueva izquierda, Rialp, Madrid 2017; La belleza. Una introducción, Elba, Madrid 2017, Sobre la naturaleza humana, Rialp, Madrid 2018; Bebo, luego existo, Rialp, Madrid 2018; Cómo ser conservador, Homo Legens, Madrid 2018; Conservadurismo, El buey mudo, Madrid 2019; José Mª Marco, La libertad traicionada. Siete ensayos españoles. Costa Ganivet, Prat de la Riba, Unamuno, Maeztu, Azaña, Ortega y Gasset, Planeta, Barcelona 1997; La nueva revolución americana. Por qué la derecha crece en Estados Unidos y por qué los europeos no lo entienden, Ciudadela, Madrid 2007; Una historia patriótica de España, Planeta, Barcelona 2011; Sueño y destrucción de España. Los nacionalistas españoles (1898-2015), Planeta, Barcelona 2015.

[8] Cf. José Luis Comellas, Cánovas del Castillo, Ariel, Barcelona 1997, 476; Carlos Dardé, Cánovas y el liberalismo conservador, FAES, Madrid 2013, 210.

[9] Rm 13, 1.

[10] Cf. Eduardo Vadillo Romero, Breve síntesis académica de Teología. Guía para la preparación del examen de Bachillerato, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2009, 428; Pontificio consejo Justicia y paz, Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, BAC, Madrid 2005, n. 190-191; Jean Marie Aubert, Compendio de moral católica, Edicep, Valencia 1989, 412.

[11] Cf. Christopher Ferrara, La Iglesia y el liberalismo ¿Es compatible la enseñanza social católica con la Escuela Austríaca?, última línea, Málaga 2017, 451; Daniel Marín Arribas, Destapando el liberalismo. La Escuela Austríaca no nació en Salamanca, SDN editores, Madrid 2018, 107.

[12] Cf. Roger Verneaux, Historia de la filosofía moderna. Curso de filosofía tomista, Herder, Barcelona 1989, 129-130; Giovanni Reale-Dante Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico. Del humanismo a Kant, Herder, Barcelona 2010, vol. II, 422-427; Historia de la Filosofía. Del humanismo a Kant. De Spinoza a Kant, Herder, Barcelona 2010, vol. II, tomo 2, 86.

[13] Cf. Pablo Victoria, La sociedad posliberal y sus amigos. El genocidio del intelecto, Criterio, Madrid 2003, 38; Elio Gallego, Representación y poder. Un intento de clarificación, Madrid 2017, 34.

[14] León XIII, Diuturnum Illud, 1881, n. 5.

[15] Cf. DS 1642-1644; S. Th. III, q. 75, a. 5; Raphael Sineux, Compendio de la Suma Teológica, Tradición, México D. F. 1977, 164-179; Santo Tomás de Aquino, Escritos de catequesis, Rialp, Madrid 2000, 284; Mario Righetti, Historia de la Liturgia. La Eucaristía. Los sacramentos. Los sacramentales, BAC, Madrid 1956, vol. II, 326; Carmelo Borobia Isasa, La liturgia en la Teología de Santo Tomás de Aquino, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2009, 162; Eduardo Vadillo Romero, El orden de las verdades católicas. Sugerencias para una síntesis teológica, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2010, 123-125; Thomas Pégues, Catecismo de la Suma Teológica, Homo Legens, Madrid 2011, 467-472.

[16] Cf. Francisco Canals Vidal, En torno al diálogo católico protestante, Herder, Barcelona 1966, 76; Carlos Boyer, Lutero. Su doctrina, Balmes, Barcelona 1973, 201; Klaus Gamber, La reforma de la liturgia romana, Renovación, Madrid 1996, 72.

[17] Cf. Stanley Payne, España. Una historia única, Temas de hoy, Madrid 2009, 226; Jordi Canal (Dir.), España. Crisis imperial e independencia, Taurus, Madrid 2010, 71.

[18] Cf. Manuel Álvarez Fernández, España. Biografía de una nación, Espasa, Madrid 2010, 414; José Luis Comellas, Historia de España en el siglo XIX, Rialp, Madrid 2017, 47.

[19] Henry Kamen, Brevísima Historia de España, Espasa, Barcelona 2014, 191.

[20] Cf. José Manuel Cuenca Toribio, Estudios sobre el catolicismo español contemporáneo, Universidad de Córdoba, Córdoba 2005, vol. IV, 86.

[21] Cf. Sardá y Salvany, El liberalismo es pecado, Ramón Casals, Barcelona 1960, 4-7; Frederick D. Wilhemsem, Así pensamos. Un ideario para la Comunión Tradicionalista, Scire, Barcelona 2011, 30.

[22] Cf. José Manuel Cuenca Toribio, Estudios sobre el catolicismo español contemporáneo, Universidad de Córdoba, Córdoba 1990, vol. I, 28.

[23] Cf. José Manuel Cuenca Toribio, Estudios sobre el catolicismo español contemporáneo, Universidad de Córdoba, Córdoba 1991, 171; Rafael Gambra, El lenguaje y los mitos, Nueva Hispanidad, Buenos Aires 2001, 63

[24] Cf. Ricardo García Villoslada (Dir.), Historia de la Iglesia en España, BAC, Madrid 1979, 36; Vicente Cárcel Ortí, Breve historia de la Iglesia en España, Planeta, Barcelona 2003, 288; Francisco Martín Fernández-José Carlos Martínez de la Hoz, Historia de la Iglesia en España, Palabra, Madrid 2009, 201.

[25] Cf. José Antonio Vaca de Osma, Patriotas que hicieron España. San Isidoro, Los Reyes Católicos, Felipe II, Cánovas… todos los personajes que han forjado la nación desde la Antigüedad hasta nuestros días, La esfera, Madrid 2007, 212; Pedro J. Ramírez, La desventura de la libertad. José Mª Calatrava y la caída del régimen constitucional español en 1823, La esfera, Madrid 2014, 959;

[26] Cf. Cardenal Marcelo González Martín, Escritos sobre la Transición política española (1977-1984), Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo, 91-95.

[27] Cf. Miguel Ayuso, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Criterio, Madrid 2000, 162; Javier Barraycoa, Doble abdicación, Stella Maris, Barcelona 2014, 91.

[28] Cf. Francisco Canals Vidal, Política española: pasado y futuro, Acervo, Barcelona 1977, 319; Pío Moa, La Transición de cristal. Franquismo y democracia, Libros libres, Madrid 2010, 246; Javier Barraycoa Martínez, La Constitución incumplida, SND Editores, Madrid 2018, 73.

[29] León XIII, Inmortale Dei, 1885, n.

[30] Cf. Ricardo Villoslada, Raíces históricas del luteranismo, BAC, Madrid 1969, 186; Martín Lutero. En lucha contra Roma, BAC, Madrid 2017, vol. II, 213; Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, Planeta, Barcelona 2001, 143; Ángela Pellicari, La verdad sobre Lutero, Voz de papel, Madrid 2016, 124.

[31] Cf. José M. García Pelegrín, La iglesia y el nacional-socialismo. Cristianos ante un movimiento neopagano, Palabra, Madrid 2015, 28; Michael, H. Kater, Las juventudes Hitlerianas, Kailas, Madrid 2016, 203.

[32] Cf. Amando de Miguel, Entre los dos siglos, Gota a gota, Madrid 2005, 311; Antonio Caponetto, No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía, Detente, Buenos Aires 2017, 76.

[33] León XIII, Au milieu des solicitudes, 1892, n. 6.

[34] CEC 2242.

[35] Mt 22, 21.

[36] Hech 5, 29.

[37] Cf. Miguel Ayuso Torres (Ed.), Consecuencias político-jurídicas del protestantismo. A los 500 años de Lutero, Marcial Pons, Madrid 2016, 29; Elio Gallego, Estado de disolución: Europa y su destino en el pensamiento de Donoso Cortés, Madrid 2017, 61.

[38] CEC 2243; S. Th. II-II, q. 40, a. 1; Blas Piñar, El derecho a vivir, Fuerza Nueva, Madrid 1981, 194; Romano Amerio, Iota Unum. Historia de las transformaciones de la Iglesia Católica en el siglo XX, Criterio, Madrid 2003, 310.

[39] Cf. Roberto De Mattei, Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo Legens, Madrid 2018, 328.

[40] Luis Suárez, Franco y la Iglesia, Homo Legens, Madrid 2011, 352.

[41] Cf. Juan Mª Laboa, La Iglesia en España 1492-2000, San Pablo, Madrid 2000, 187; Stanley Payne, El catolicismo español, Planeta, Barcelona 2006, 238; Vicente Cárcel Ortí, La gran persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron aniquilar a la Iglesia Católica, Planeta, Barcelona 2000, 126; Víctimas, caídos y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Espasa, Madrid 2008, 383.

[42] Cf. Marcelo González Martín, Divorcio, doctrina católica y modernidad, en Obras del Cardenal Marcelo González Martín. El valor de lo sagrado, Estudio Teológico San Ildefonso, Toledo 1986, vol. I, 409-432; José Guerra Campos, La ley del divorcio y el episcopado español (1976-1981), Adue, Madrid 1981, 11; José Luis Galán Muñoz, Don Marcelo y la ley del divorcio de 1981, en Toletana, 2018, n. 38, 294.

[43] Cf. George Orwell, 1984, Destino, Barcelona 2009, 166.

[44] Mt 22, 21.

[45] Dignitatis Humanae, n. 11.

[46] Cf. Victorino Rodríguez, El régimen político de Santo Tomás de Aquino, Fuerza Nueva, Madrid 1978, 137; Estudios de Antropología teológica, Speiro, Madrid 1991, 157.

[47] Cf. José Guerra Campos, La invariante moral del orden político, Separata del Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, Madrid 1982, 14; F. J. Sheed, Sociedad y sensatez, Herder, Barcelona 1979, 183; Jean Ousset, Para que Él reine, Dómine, Buenos Aires 2011, 29.

[48] Cf. José Mª Petit Sullá, El laicismo en el Magisterio de la Iglesia, en Obras Completas. Al servicio del reinado de Cristo, Tradere, Barcelona 2011, tomo I, vol. I, 699.

[49] Cf. Miguel Ayuso, La constitución cristiana de los Estados, Scire, Barcelona 2008, 118.

[50] Cf. Manuel Revuelta González, La desamortización, BAC, Madrid 1976, 128; José Manuel Cuenca Toribio, Estudios sobre el catolicismo español contemporáneo, Universidad de Córdoba, Córdoba 1991, 171; La Iglesia española ante la revolución liberal, CEU Ediciones, Madrid 2011, 72; Francisco José Fernández de la Cigoña, El liberalismo y la Iglesia española. Historia de una persecución. Antecedentes, Speiro, Madrid 1989, 211; Carl Schmitt, Catolicismo romano y forma política, Tecnos, Madrid 2011, 44.

[51] Cf. Victorino Rodríguez, Temas-clave de humanismo cristiano, Speiro, Madrid 1984, 293.

[52] Cf. Luis Mª Sandoval, La catequesis política de la Iglesia, Speiro, Madrid 1994, 223.

[53] Cf. Catecismo Romano, BAC, Madrid 1956, 52; CEC, 279-354; S. Th. I, q. 44, a. 1-4; q. 45, a. 1-2; q. 47, a. 1-2; q. 65, a. 2; Michael Schmaus, Teología dogmática. Dios creador, Rialp, Madrid 1961, vol. II, 17 y 137; Antonio Royo Marín, Dios y su obra, BAC, Madrid 1963, 340 y 522; Javier de Abárzuza, Teología del dogma católico, Studium, Madrid 1966, 539; Joseph Ratzinger, Creación y pecado, EUNSA, Pamplona 2005, 34; Ludwig Ott, Manual de teología dogmática, Herder, Barcelona 2009, 140-157; José Morales, El misterio de la creación, EUNSA, Pamplona 2000, 123 y 291; Pedro Urbano, Creó Dios en un principio. Iniciación a la teología de la creación, Rialp, Madrid 2005, 47 y 63; Eduardo Vadillo Romero, Antropología teológica. Introducción a la teología de la creación, vocación sobrenatural y pecado original, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2012, 307 y 341; José Manuel Fidalgo, Teología de la creación, EUNSA, Pamplona 2017, 74.

[54] Cf. Miguel Ayuso, (Ed.), El bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Itinerarios, Madrid 2013, 163.

[55] Cf. Jesús García López, Escritos de antropología filosófica, EUNSA, Pamplona 2006, 374; Alfredo Cruz Prados, Filosofía política, EUNSA, Pamplona 2016, 108.

[56] Cf. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, Madrid 2017, 388; Raymond Aron, Democracia y totalitarismo, Página indómita, Barcelona 2017, 282,

[57] Cf. León XIII, Inmortale Dei, 1885, n. 35; Pío XI, Quas Primas, 1925, n. 23-24.

[58] Cf. Brunero Gherardini, Vaticano II: una explicación pendiente, Peripecia, Pamplona 2011, 148; Roberto De Mattei, Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, Homo legens, Madrid 2018, 384.

[59] Dignitatis Humanae, n. 1; Cándido Pozo, La declaración del concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, Unión seglar Virgen de los desamparados, Valencia 1996, 7; Jorge Loring, Motivos para creer, Planeta, Barcelona 1997, 181-186.

[60] Cf. León XIII, Inmortale Dei, 1885, n. 19.

[61] Cf. César Vidal, España contra el islam. De Mahoma a Ben Laden, La esfera, Madrid 2004, 51; Robert Spencer, Guía políticamente incorrecta del islam y de las cruzadas, Ciudadela, Madrid 2007, 67; Shamir Khalil Samir, Cien preguntas sobre el islam, Encuentro, Madrid 2003, 76; El islam en el siglo XXI, Encuentro, Madrid 2017, 113; Antonio Elorza, Umma. El integrismo en el islam, Alianza, Madrid 2008, 95; José Javier Esparza, Historia de la Yihad. Catorce siglos de sangre en nombre de Alá, La esfera, Madrid 2015, 44.

[62] Cf. Guillermo Fraile, Historia de la Filosofía. Del humanismo a la ilustración, BAC, Madrid 2000, 946-vol. III, 948; J. Luis Fernández-Mª Jesús Soto, Historia de la Filosofía moderna, EUNSA, Pamplona 2006, 246; José R, Ayllón-Marcial Izquierdo-Carlos Díaz, Historia de la Filosofía, Ariel, Barcelona 2010, 238; Frederick Copleston, Historia de la Filosofía. De la filosofía kantiana al idealismo, Ariel, Barcelona 2011, vol. III, 73; Rafael Gambra, Historia sencilla de la Filosofía, Rialp, Madrid 2016, 228; Anthoy Kenny, Breve historia de la filosofía occidental, Paidós, Barcelona 2018, 343.

[63] Cf. Hubert Jedin, Breve historia de los concilios, Herder, Barcelona 1963, 37; Francisco Canals Vidal, Los siete primeros concilios, Scire, Barcelona 2003, 122.

[64]Cf. José Guerra Campos, Confesionalidad religiosa del Estado, Facultad de Teología de Burgos, Burgos 1973, 11-14; Las razones de un NO válidas para muchos SÍ. Cuestiones morales en la reforma política, Separata del Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, Cuenca 1976, 4-5; Luis Suárez, Los caminos de la instauración. Desde 1967 hasta 1975, ACTAS, Madrid 2007, 582; Franco, Ariel, Barcelona 2005, 835; César Vidal, El traje del emperador ¿Ha fracasado la transición?, Stella Maris, Barcelona 2015, 144.

[65] Cf. José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Alianza, Madrid 1988, vol. III, 1968; Walter Brugger, Diccionario de Filosofía, Herder, Barcelona 2000, 335; Ángel Luis González (Ed.), Diccionario de Filosofía, EUNSA, Pamplona 2010, 675.

[66] Dignitatis Humanae, n. 3.

[67] Inmortale Dei, n. 6.

[68] Cf. Jason Brennan, Contra la democracia, Ediciones Deusto, Barcelona 2018, 221.

[69] Cf. Miguel Ayuso (Ed.), El problema del poder constituyente. Constitución, soberanía y representación en la época de las transiciones, Marcial Pons, Madrid 2012, 52.

[70] Cf. Fernando Vallespín (Ed.), Historia de la teoría política, Alianza, Madrid 2010, vol. IV, 201; Oriana Fallaci, La rabia y el orgullo, La esfera, Madrid 2015, 127; Las raíces del odio. Mi verdad sobre el islam, La esfera, Madrid 2016, 484.

[71] Cf. Rémi Brague, El reino del hombre. Génesis y fracaso del proyecto moderno, Encuentro, Madrid 2016, 213.

[72] Cf. Dalmacio Negro, El mito del hombre nuevo, Encuentro, Madrid 2009, 124.

[73] Cf. Raymond Aron, Las etapas del pensamiento sociológico, Tecnos, Madrid 2004, 284.

[74] Cf. Antonio Millán-Puelles, Léxico filosófico, Rialp, Madrid 2002, 536.

[75] Cf. Luis Suárez, La expulsión de los judíos. Un problema europeo, Ariel, Barcelona 2012, 421; Paul Jhonson, La historia de los judíos, Penguin Ramdom, Barcelona 2017, 343.

[76] Cf. Gaudium et spes, n. 51; CEC, 2271; Raymond Aron, La libertad ¿liberal o libertaria? La nueva izquierda y las revueltas del 68, Página indómita, Barcelona 2018, 59.

[77] Cf. Jacques Maritain, Tres reformadores. Lutero-Descartes-Rousseau, Encuentro, Madrid 2008, 112-115.

[78] Cf. Antonio Millán-Puelles, Fundamentos de Filosofía, Rialp, Madrid 2001, 123; José Gay Bochaca, Curso de Filosofía, Rialp, Madrid 2004, 195.

[79] Cf. Mario Fazio, Historia de las ideas contemporáneas. Una lectura del proceso de secularización, Rialp, Madrid 2007, 77.

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