Crecer para adentro

"La fundación del Opus Dei". Libro escrito por John F. Coverdale, en el que narra la historia del Opus Dei hasta 1943.

Escrivá veía la estancia de los miembros de la Obra en la legación no como un intervalo sin sentido, sino como una oportunidad de desarrollar su vida interior de oración y sacrificio. Haciendo una analogía con el trigo en invierno, más tarde escribió: “No se veían las plantas cubiertas por la nieve. -Y comentó, gozoso, el labriego dueño del campo: ‘ahora crecen para adentro’.

-Pensé en ti: en tu forzosa inactividad...

-Dime: ¿creces también para adentro?” [1] .

Para facilitar este crecimiento interior, Escrivá estableció un horario con Misa, oración mental, lectura espiritual y Rosario; y también tiempo para el estudio, tertulias con los demás miembros de la Obra y espacio para relacionarse con los otros refugiados. Pensando en la futura expansión de la Obra, les animó a estudiar lenguas extranjeras. Por ejemplo, del Portillo comenzó con el japonés. Un sacerdote de la Congregación del Sagrado Corazón, también refugiado de la legación, observa: “Es significativo que en aquel ambiente, en el que pasábamos muchas horas jugando a los naipes, jamás vi a los chicos del Padre entretenidos en el juego. Daba la sensación de que el Padre estaba pensando en el después viviendo muy plenamente el hoy” [2] .

Gracias a su vida de oración y a tener el día lleno, los miembros de la Obra consiguieron mantener la paz, la serenidad y el buen humor. La hija del cónsul recuerda que ellos “mantenían entre los demás un ambiente muy cordial, hablando con unos y con otros (...). El Padre y los suyos estaban muy unidos, se ayudaban intensamente y demostraban tener una gran educación y sensibilidad. Como demostración graciosa de lo que estoy diciendo, pronto se conoció entre los demás aquel grupo con un mote cariñoso: ‘el susurro’, por lo delicadamente que hablaban” [3] .

Una característica de la conducta de Escrivá fue evitar cualquier manifestación de partidismo político. Se abstuvo de criticar a las autoridades de la República y de unirse a las celebraciones que los demás refugiados hacían al recibir noticias sobre las victorias nacionales. El yerno del cónsul relata que “estaba dotado de un increíble equilibrio, de enorme serenidad; era exquisitamente educado y correcto. Jamás le vimos un gesto de inquietud, o de depresión: era la persona que hacía fácil y amable la convivencia, que no planteaba problemas de ninguna clase, que nunca hizo un comentario menos positivo, ni para el gobierno rojo, ni para el blanco, ni para los bombardeos, ni para las dificultades. Y esta actitud, en lugar de resultar ficticia, parecía a todos normal, lógica y, sin proponérselo, contagiaba el ambiente de serenidad y de alegría. Porque don Josemaría transmitía su seguridad a quienes le rodeábamos” [4] .

Escrivá predicaba la meditación a sus compañeros casi a diario. Alastrué describe la escena: “Sentados en los colchones, sumidos en la penumbra que nos envolvía (...), oíamos casi día a día las pláticas y meditaciones del Padre. Sus palabras, unas veces serias, otras impetuosas y emotivas, siempre luminosas, descendían sobre nosotros y parecían ponerse en nuestra alma. Todo en ellas giraba en torno a la persona, la vida, las palabras, la Pasión de Cristo, en una referencia más o menos directa. Contemplar despacio y con amor a Cristo, gustar sus palabras, seguir paso a paso sus milagros, sus enseñanzas, sus sufrimientos eran su materia inagotable” [5] .

En aquellas circunstancias, muchos, incluso los que antes habían tenido una vida de piedad vigorosa, probablemente se hubieran contentado con esperar a que pasase la tormenta, manteniendo un mínimo nivel de vida cristiana. En las meditaciones y en sus conversaciones con los miembros del Opus Dei, sin embargo, Escrivá marcó metas altas de crecimiento en la vida interior: “La vida es lucha. Pero, insisto, esta lucha debe ser continua. Si no nos la presenta el enemigo, presentémosla nosotros. Si no distinguimos qué hemos de combatir en nosotros, examinémonos con mayor detenimiento y cuidado. Recojámonos profundamente en nosotros mismos. Acudamos así, alerta, al encuentro del enemigo, dispuestos a provocarle y a reñir con él en cuanto lo percibamos. No aceptemos la inacción; mientras vivamos, el enemigo de nuestra alma nos acecha.

Pero, además, estamos llenos de defectos que es necesario extirpar, y carentes de virtudes que es preciso adquirir. Busquemos en qué es necesario violentarse, qué es lo que hay que suprimir, qué es preciso hacer arraigar. ¿Qué debe ser nuestra existencia sino un sacrificio y un esfuerzo constantes para realizar la Voluntad de Dios, para darle alegría y gloria, con una perfección buscada a costa de mortificación y trabajo? Luchemos, luchemos siempre, con humildad, con perseverancia, con ánimo; luchemos, sabiéndonos hijos de Dios, que esta conciencia adquirimos de manera especial al llegar a la Obra. Luchemos, manteniendo en nosotros el gaudium cum pace, sin turbarnos, sin inquietarnos por fracasos y por reveses (...).

Pero de nada vale nuestro cuidado, si no contamos con Dios. Lo primero, casi lo único, es su ayuda. Pidámosle el gaudium cum pace para todas nuestras peleas. Supliquémosle que nos conceda gracia, fuerza, paciencia y humildad para que, conociéndonos, confiemos sólo en Él. Y recojámonos, finalmente, para que –contempladas nuestras necesidades- formemos nuestros propósitos concretos” [6] .

Escrivá urgía a los miembros de la Obra no sólo a sobrellevar con alegría el hambre, el frío, el aislamiento y la ansiedad que entrañaba su situación, sino también a buscar oportunidades de ofrecer pequeños sacrificios a lo largo del día. En esto él iba por delante hasta un grado que es difícil de entender. Adelgazó tanto por la escasez y pobreza de la comida, que cuando su madre fue a visitarle no le reconoció hasta que oyó su voz. A pesar de todo, para poder ofrecer a Dios algo más como reparación y penitencia, en repetidas ocasiones comía menos de lo que le correspondía, de modo que los demás pudiesen tener un poco más. Practicaba también otras fuertes mortificaciones corporales, como el uso de las disciplinas, movido por el deseo de desagraviar a Dios por los muchos sacrilegios y crímenes que la guerra traía consigo.

Con su intensa oración y espíritu de sacrificio ayudó a los miembros de la Obra a mantener la alegría a pesar de la dureza de su situación. Alastrué, haciendo memoria de los meses pasados en la legación, escribe: “Parecía como si la carencia de todo, la sombría estrechez del encierro, el peligro que se cernía en torno nuestro, trajeran una dulzura escondida; era una bendición real que tocábamos día a día. No era sólo que Dios nos diese fuerzas para soportar la prueba; es que, efectivamente, ‘aquel yugo era suave y aquella carga ligera’, es ‘que podíamos correr con el corazón henchido de alegría por la vía de la voluntad de Dios’. Recuerdo la frase sencilla y sincera de uno de nosotros, José María, cuando un día, comentando esta disposición de ánimo decía: ‘esto no puede continuar, es demasiada felicidad’” [7] .

[1] Josemaría Escrivá de Balaguer. Ob. cit. n. 294

[2] AGP P03 1981 p. 253

[3] Ibid. p. 249

[4] Ibid. p. 250

[5] Ibid. p. 257-258

[6] AGP P12 p. 121-122

[7] AGP P03 1981 p. 251