Caridad y Educación

Fe, Esperanza y Caridad

“Se dice que un ser cualquiera es perfecto cuando alcanza su propio fin, que es la perfección última de las cosas. Ahora bien, la caridad es el medio que nos une a Dios, fin último del alma humana; pues como dice San Juan, el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él. Por consiguiente, la perfección de la vida cristiana se toma de la caridad” (Santo Tomás de Aquino).

Sólo la caridad nos une enteramente con Dios como último fin sobrenatural del hombre. La fe y la esperanza nos unen ciertamente con Dios – como virtudes teologales que son – pero no como último fin absoluto, sino como primer principio del que nos viene el conocimiento de la verdad (por la fe) y la perfecta bienaventuranza (por la esperanza). La caridad mira a Dios y nos une a Él. La fe nos da un conocimiento de Dios necesariamente oscuro e imperfecto (de non visis) y la esperanza es también radicalmente imperfecta (de non possessis), mientras que la caridad nos une con Él ya desde ahora de manera perfecta, dándonos la posesión real de Dios y estableciendo una corriente de mutua amistad entre Él y nosotros. Por eso la caridad es inseparable de la gracia, mientras que la fe y la esperanza son compatibles, de alguna manera, con el pecado mortal (fe y esperanza informes). La caridad, en fin, supone la fe y la esperanza, pero las supera en dignidad y perfección. La caridad constituye la esencia misma de la perfección cristiana; supone y encierra todas las demás virtudes.

Dios nos ha dado la libertad para que amemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Dios: eso es la caridad. Somos libres para caminar por este mundo en gracia de Dios para llegar a nuestro fin, que es Dios mismo. Esto es el cielo: el gozo de la visión beatífica de Dios; es decir, del Bien, la Belleza y la Verdad. La dignidad de ser hijo de Dios exige del justo un comportamiento adecuado; es la raíz de una nueva plenitud de vida que le es dada al hombre en el plano sobrenatural, en la que no hay contradicción entre el precepto del amor y la libertad: cuanta mayor caridad tiene alguien, más libertad posee; cuanto más sometido está el hombre a Dios, más libre es. Incluso podemos decir que el único modo que tiene el hombre de conquistar su libertad es el de obedecer a Dios. Él es el origen de nuestra libertad y, cuanto más dependemos de Dios, más brota esta libertad. La única cosa que Dios nos «prohíbe» es lo que nos prohíbe ser libres, lo que impide nuestra realización como personas capaces de amar y de ser amadas libremente, y de encontrar su felicidad en el amor; lo que Dios nos prohíbe es pecar y lo que nos exige es que le amemos a Él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Lo que Dios nos pide es lo que Él mismo nos da por pura gracia: la caridad.

La misión de la Iglesia es predicar la fe, proclamar a tiempo y a destiempo la Verdad revelada por Dios (el Credo, el Padre Nuestro, los Mandamientos de la Ley Eterna de Dios). Por la fe, la Iglesia debe ser signo de esperanza en un mundo desesperado y que vive sumido en las tinieblas de pecado: el mal no tiene la última palabra, la muerte ha sido derrotada por Cristo en la cruz, tenemos la esperanza de la vida eterna junto a Dios. La injusticia y el mal recibirán su merecido y el bien y la justicia prevalecerán. Dios es la esperanza de que cada uno de nosotros podamos alcanzar todo aquello que siempre hemos deseado: el conocimiento de la verdad, la delectación de la belleza y el gozo del bien, de la justicia y del amor absolutos y eternos. Nosotros tenemos la esperanza de la vida eterna.

Pero más perfecta que la fe y la esperanza es la caridad: en eso conocerán que sois discípulos míos: en que os améis los unos a los otros. El amor debe ser la seña de identidad de la Iglesia y de la escuela católica, que no es sino una parte de la propia Iglesia. La caridad debe ser nuestro distintivo: lo que haga diferentes a nuestros colegios. ¿Habrá mejor escuela para educar a un niño que aquella en la que los maestros amen de tal manera a los niños que estuvieran dispuestos a entregar su vida por ellos; que los quisieran como si fueran sus propios hijos? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que los profesores se amen entrañablemente entre sí y se apoyen y cooperen y recen los unos por otros? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que los profesores amen y recen por las familias de sus niños? ¿Habrá mejor escuela que aquella en la que la fe y la esperanza se prediquen con la palabra y se manifiesten de modo tangible a los ojos de cualquiera mediante el lenguaje universal del amor? No hay mejor escuela que aquella en la que la Caridad sea el centro de su vida: el principio y el fin de su labor. Educamos por caridad y llevamos las almas de los niños hacia la Caridad, hacia Dios, que es el Bien más grande. ¿Hay mejor escuela que aquella que quiere siempre lo mejor para sus alumnos? ¿Hay mejor escuela que aquella que enseña al que no sabe, que corrige con amor al que se equivoca, que da buenos consejos al que los necesita, que consuela a los tristes, que perdona las injurias y sufre con paciencia los defectos del prójimo, que reza de manera incesante por los niños, por sus familias y por los profesores?

La Gracia Santificante

Para vivir con la caridad como norma suprema de funcionamiento, la escuela necesita que sus profesores vivan en gracia de Dios. Pero, ¿qué es eso de la gracia de Dios?

La gracia santificante la recibimos con el bautismo, la perdemos con el pecado mortal y la recuperamos por la confesión.

La gracia santificante es un cualidad sobrenatural inherente a nuestra alma que nos da una participación física y formal – aunque análoga y accidental – de la naturaleza misma de Dios bajo su propia razón de deidad.

La gracia santificante nos hace verdaderos hijos adoptivos de Dios. Al hacernos hijos suyos, Dios pone en nuestra alma una realidad divina que hace circular la sangre misma de Dios en lo más íntimo de nuestras almas.

La gracia nos hace verdaderamente herederos de Dios: nuestra herencia es infinita porque es el mismo Dios. Nuestra herencia será la visión beatífica y el goce fruitivo de Dios que lleva consigo. Dios nos proporcionará una felicidad infinita e inexplicable y un gozo inefable que colmará todas nuestras aspiraciones y anhelos.

La gracias nos hace hermanos de Cristo y coherederos con Él. Cristo quiso hacerse hermano nuestro según la humanidad para hacernos hermanos suyos según la divinidad.

La gracia nos da la vida sobrenatural. La participación de la naturaleza misma de Dios es la esencia de la gracia. Nuestra naturaleza se eleva y entra en el plano de lo divino, se hace como de la familia de Dios, empieza a vivir a lo divino. La gracia nos comunica una vida nueva infinitamente superior a la de la naturaleza: una vida sobrenatural.

La gracia nos hace justos y agradables a Dios. La gracia nos da una participación en la justicia y santidad divinas. Por eso la gracia es absolutamente incompatible con el pecado mortal, que supone precisamente la privación de esa justicia y santidad. Por eso la gracia nos hace gratos y agradables a Dios.

La gracia nos da la capacidad para el mérito sobrenatural. Sin la gracia, las obras naturales más heroicas no tendrían absolutamente ningún valor en orden a la vida eterna. Un hombre privado de la gracia es un cadáver en el orden sobrenatural. El mérito sobrenatural supone la posesión de la vida sobrenatural. Mientras el hombre esté en pecado mortal, está radicalmente incapacitado para merecer absolutamente nada en el orden sobrenatural.

La gracia nos une íntimamente con Dios. Dios está realmente presente en el alma justificada en calidad de amigo (ya no solo como Creador y Conservador), estableciéndose una corriente mutua de amor entre el alma y Dios. Dios es caridad y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él.

La gracia nos hace templos vivos de la Santísima Trinidad.

Por eso es necesario y urgente que los profesores vivamos en gracia de Dios. Solo unidos íntimamente a Cristo podremos vivir decentemente y ser un ejemplo creíble para nuestros alumnos y para sus familias. Solo viviendo en gracia seremos capaces de atraer todas las almas para encaminarlas hacia Cristo. Porque solo viviendo en gracia de Dios seremos capaces de amar a todos siempre; solo así podremos educar bien a nuestros alumnos. Un profesor, un maestro que no quiera ser santo no debería trabajar en un colegio católico porque carece de la vida sobrenatural que hace falta para vivir y tratar a los demás con caridad.

La Caridad

La caridad supone necesariamente la gracia, que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria. El hombre, que por naturaleza no pasa de siervo del Creador, llega a ser, por la gracia y la caridad, hijo y amigo de Dios.

La caridad es un hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad que mueve nuestra libertad para que amemos a Dios por sí mismo sobre todas las cosas y a nosotros y al prójimo por Dios. La caridad es la más excelente de todas las virtudes porque es la que más nos une a Dios.

El amor a Dios nos hace amar todo aquello que pertenece a Dios o en donde se refleja su bondad. Y es evidente que el prójimo es un bien de Dios y participa o puede participar de la eterna bienaventuranza. Por eso el amor de caridad con que amamos al prójimo es el mismo con el que amamos a Dios. No hay dos caridades, sino una sola. 

Debemos amar a Dios más que a nosotros mismos. Hemos de amarlo con todas las fuerzas y de todos los modos posibles con que se le puede amar: doliéndonos de haberle ofendido y proponiéndonos nunca más pecar; cumpliendo sus divinos preceptos (los Mandamientos) y aceptando cuantas pruebas quiera enviarnos, pidiendo su gracia para serle fiel en todo momento; esforzándonos por darle gloria, trabajando en la salvación y santificación de las almas y en extender su reinado de amor en todos los corazones. El celo proviene de la intensidad del amor.

Las mismas criaturas irracionales pueden y deben ser amadas en caridad, porque Dios las ama también en caridad. Por eso san Francisco hablaba del hermano lobo, el hermano sol, la hermana flor…

También hemos de amarnos a nosotros mismos con amor de caridad porque somos un bien de Dios, capaces de su gracia y de su gloria; y en este sentido, podemos y debernos amarnos. Solamente nos amamos de verdad cuando nos amamos en Dios, por Dios y para Dios. El alma no debe sufrir el daño de cometer un pecado. El hombre no debería jamás decir ni siquiera una pequeña mentira voluntaria, aunque con ella pudiera convertir a todos los pecadores, liberar a todas las almas del purgatorio e incluso cerrar para siempre las puertas del infierno para que no se condene nadie más. Si, en vista de estas grandes ventajas, el hombre se decidiera a cometer aquel pequeño pecado, haría una gran injuria a Dios, al estimar más el bien de las criaturas que el honor de Dios, a quien ofende. El fin nunca justifica los medios. Nada justifica el pecado.

Hemos de amar con caridad nuestro propio cuerpo, porque es obra de Dios y está llamado a cooperar a la consecución de nuestra bienaventuranza eterna. ¡Cuánto dolor y cuánto pecado hay cuando odiamos nuestros propios cuerpos! ¡Cuánta soberbia, cuánto odio a nosotros mismos! Hoy hablan de problemas de autoestima y de autoconcepto… De ahí el éxito de la cirugía estética, las dietas, los gimnasios, los piercings, los tatuajes… Es el hombre que quiere crearse a sí mismo a su manera y que rechaza la creación del Creador. Y ello acaba conduciendo a la autodestrucción. ¡Cuántos complejos y cuanto sufrimiento por no amar con caridad nuestro propio cuerpo! Nosotros debemos cuidar nuestra salud pero sin caer en la idolatría del culto desmedido al cuerpo. Deberíamos dedicar más tiempo a cuidar nuestra alma que a definir los músculos de nuestro cuerpo, porque el cuerpo es perecedero y mortal pero nuestras almas son inmortales y están llamadas a la vida eterna. ¿Y de qué nos valdría ganar el mundo si perdemos el alma?

En tercer lugar, debemos amar a nuestro prójimo. Vale más la vida eterna del prójimo que nuestra propia vida corporal. Hay que amar más el bien espiritual del prójimo que a nuestro propio cuerpo. Esto vale para la asistencia temporal a enfermos contagiosos, apestados, etc. Pero también para mantenernos firmes en la fe y no sucumbir a los respetos humanos o a las persecuciones. Antes morir que negar a Cristo o avergonzarnos de nuestra fe. 

Entre los diversos prójimos existe una cierta jerarquía en el amor de caridad que les debemos. Hay que desear mejores bienes a los mejores, a los más santos que están más cerca de Dios. Pero siempre hay que amar más a nuestros parientes según la sangre; y después de ellos, a los compatriotas, compañeros de profesión, etc.

Los pecadores, en cuanto tales no son dignos de nuestro amor, ya que son enemigos de Dios y ponen obstáculos voluntarios a su bienaventuranza eterna. Pero en cuanto a hombre, son hechura de Dios y capaces de la eterna bienaventuranza, y en este sentido se les puede y se les debe amar. Hemos de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía (por el arrepentimiento) de la eterna bienaventuranza. Y esto es amarlos verdaderamente por Dios con amor de caridad.

Hay que amar también a los propios enemigos: a los que nos desean, nos han hecho o tratan de hacernos algún mal. No en cuanto enemigos pero sí en cuanto a hombres. Cuando el enemigo se vea necesitado de nuestro particular amor, porque peligre espiritual o corporalmente, tenemos obligación de ayudarle como si no fuera enemigo nuestro. Pero fuera de estos casos, no tenemos obligación de darle muestras especiales de amor porque no estamos obligados a amar con amor particular a todos y a cada uno de los hombres, lo cual sería imposible. Es necesario no negarle las señales generales de afecto, por ejemplo el saludo. Por lo tanto, es absolutamente obligatorio para todos, bajo pecado mortal, no negar a nuestros enemigos las señales de afecto que se dan a todos los prójimos en común. Pero no es necesario para nuestra salvación hacerles partícipes de las señales especiales de amor, que no se dan a todos los hombres, sino sólo a los familiares y amigos.

En lo que al maestro se refiere, después del amor a Dios, a sí mismo y a su familia, debe amar sobre todas las cosas a sus discípulos y a sus familias. Aunque ellos no te quieran a ti. El Evangelio está expresamente señalado el precepto del amor a los enemigos: “Amad a vuestros ene­migos”; y el mayor mérito de este amor : “Si no amáis sino a los que os aman, ¿qué premio habéis de te­ner?”. No solo debemos amar a los niños encantadores y educados: también hay que amar a los “disruptivos”, a los maleducados, groseros o, incluso violentos. No solo hay que amar a las familias amables y colaboradoras: también a las que te difaman, a las que te injurian, a las que te apuñalan por la espalda, a las que siembran discordia y murmuran en los grupos de Whatsapp contra ti. Como señalábamos anteriormente, tenemos la obligación de ayudar a nuestros enemigos siempre que nos necesiten pero tampoco tenemos por qué darles señales especiales de amor que solo se dan a los familiares y amigos. Algunas veces hay alumnos y familias a las que con el “buenos días” o las “buenas tardes”, y con rezar para que se arrepientan de sus pecados y se conviertan, ya cumplimos con creces nuestro deber de caridad. Tener caridad y ser santo no significa ser gilipollas. A quien te insulta o te desprecia, “buenos días” y “buenas tardes"; y rezas por su salvación y punto.

Efectos de la Caridad

La caridad tiene efectos internos y externos.

Internos:

-       El gozo espiritual de Dios.

-       la paz, que es tranquilidad del orden que resulta de la concordia de nuestros deseos con la voluntad de Dios.

-       la misericordia. La misericordia nos inclina a compadecernos de las miserias y desgracias del prójimo considerándolas en cierto modo como propias, en cuanto que contristan a nuestros hermanos y en cuanto que podemos además vernos nosotros mismos en semejante estado.

Externos:

-       Beneficencia: hacer algún bien a los demás. Procurar siempre el bien del prójimo.

-       Limosna: son las obras de misericordia que puede ejercitarse en lo corporal y en lo espiritual.

-       La corrección fraterna: que es una excelente limosna espiritual encaminada únicamente a poner remedio a los pecado del prójimo. Requiere el concurso de la prudencia para escoger el momento oportuno y los medios más adecuados; y pueden y deben ejercitarla no solo los superiores sobre los súbditos, sino incluso éstos sobre aquéllos, con tal de guardar los debidos miramientos y consideraciones.

Al realizar los actos propios de la virtud infusa, adquirimos, si son repetidos, hábitos naturales de amor a Dios y al prójimo, de la beneficencia, de la limosna; de la corrección fraterna en los que estén obligados a ella y la practiquen; tendremos gozo y paz. El gozo nos salva para el optimismo educativo. La mi­sericordia, la beneficencia y la limosna, precedidas, acom­pañadas y seguidas por la paz interior y exterior, solucionan todos los problemas de la pedagogía.

La perfección esencial consiste en amar a Dios de tal manera que todo el corazón esté habitualmente puesto en Dios; que mi corazón no quiera, ni piense, ni haga nada que sea gravemente contrario a la caridad.

En la caridad, lo sustantivo no es el sentimiento. La caridad puede darse sin que le acompañe ningún sentimiento grato. Sentir gozo no es lo más importante en la caridad. Puede ayudar pero debemos siempre estar en guardia ante sentimentalismos y sensiblerías engañosos. El buenismo y la sensiblería son dos patologías de nuestro tiempo, que lo mismo se emplean para justificar el aborto que para probar las bondades de la eutanasia.

El amor es el acto principal de la caridad. Es más propio de la caridad amar que ser amado. Así es el amor del padre y del maestro: amamos a los hijos y a los alumnos sin esperar siquiera ser correspondidos por ellos. El amor de caridad no espera nada a cambio ni esconde ningún interés. El amor supone desear el bien del otro: del niño, del alumno, del hijo.

La caridad se pierde por cualquier pecado mortal. Porque el pe­cado mortal no es más que una separación voluntaria de Dios, al buscar nuestro fin último y nuestro bien – nuestra felicidad – donde no están: en los placeres sensuales, en las riquezas, en la fama, en el poder… Además, por el pecado mortal se pierde la gracia santificante y, sin ésta, no puede subsistir la caridad en el alma. La caridad se recupera al recu­perar la gracia.

Pecados opuestos a la caridad

-       El odio, que si se refiere a Dios es un pecado gravísimo, el mayor de cuantos se pueden cometer; y si se refiere al prójimo es también el que lleva consigo mayor desorden interior. Este suele proceder de la envidia.

-       La acidia (tedio o pereza espiritual, que se opone al gozo del bien divino procedente de la caridad): es un pecado capital que no encuentra placer en Dios y consideran las cosas que se refieren a Él como cosas tristes, sombrías o melancólicas. Sus vicios derivados son la malicia, el rencor, la pusilanimidad, la desesperación, la torpeza o indolencia para cumplir los mandamientos y los propios deberes; y la divagación de la mente hacia las cosas ilícitas.

-       La envidia (que se opone al gozo espiritual por el bien del prójimo): es un pecado mortal contra la caridad, que nos manda alegrarnos del bien del prójimo. De ella proceden el odio, la murmuración, la difamación, el gozo por las adversidades del prójimo y la tristeza en su prosperidad.

-       La discordia, que se opone a la paz y a la concordia por disensión de voluntades en lo tocante al bien de Dios o del prójimo.

-       La contienda o porfía, que se opone a la paz con las palabras (discusión o altercado), y es pecado cuando se hace por espíritu de contradicción, cuando se perjudica al prójimo o a la verdad o se defiende esta última en tonos altaneros o con palabras mortificantes.

-       El cisma, la guerra, la riña y la sedición, que se oponen a la paz con las obras. El cisma aparta de la unidad de la fe y siembra división. La guerra entre pueblos, cuando es injusta, es un gravísimo pecado contra la caridad por los innumerables daños y perjuicios que acarrea. La riña es una especie de guerra entre particulares, que procede casi siempre de la ira. Y la sedición, que consiste en forma bandos o partidos en el seno de una nación con el objeto de conspirar o de promover algaradas o tumultos.

-       El escándalo, que muchas veces se opone a la justicia, pero que ante todo es un grave pecado contra la caridad (como diametralmente opuesto a la beneficencia) y que consiste en decir o  hacer algo menos recto, que le da al prójimo ocasión de una ruina espiritual.

¡Cuántas veces en los colegios caemos en la desesperanza! ¡Cuántas veces somos indolentes a la hora de cumplir con nuestras obligaciones como maestros! ¡Cuántas veces enrarecemos el ambiente de nuestros claustros con murmuraciones y cuántas veces sembramos discordias! ¡Cuántas veces causamos escándalo con lo que decimos o con lo que hacemos, por nuestra incoherencia! 

Educación y Caridad

La escuela atea

Uno de los tópicos más extendidos en el mundo educativo – un mundo especialmente propenso a los tópicos, a la palabrería pedagógica vacía y a la pomposidad de la nada – es el de la “educación integral”. No hay colegio ni proyecto educativo que no ofrezca una educación integral. ¿Qué quieren decir con eso? Nada. Pero queda bien, suena saludable, como el pan integral. ¿Quién no va a querer una educación integral? Integral significa que comprende todos los elementos o aspectos de la educación: el aspecto físico, el emocional, el intelectual… Una educación integral implicaría el desarrollo de todas las capacidades del niño, de todos sus talentos (ahora se llaman “inteligencias múltiples”).

Pero claro, esa educación integral depende de la visión filosófica, antropológica o religiosa que tenga el colegio sobre lo que es el hombre.

Hoy, en la mayoría de los colegios, se da una visión materialista, cientificista y atea del hombre: el hombre es una realidad biológica que nace, se desarrolla y muere. Y tiene una realidad corporal y otra psicológica y emocional que depende de nuestro cerebro, de nuestra realidad neuronal. Al fin de cuentas, seríamos, según los materialistas ateos (o agnósticos), unos seres que viven, piensan y sienten, movidos por sus instintos, sus intereses, sus gustos y su cerebro, su inteligencia y sus conexiones neuronales. Para la mayoría de los colegios actuales, el niño no tiene alma. Los seres humanos no tenemos alma porque Dios no existe. Y si existe es algo irrelevante para la vida del hombre. Por lo tanto, la vida no tiene sentido: no hay un destino hacia el que caminar. Nuestro único fin es la muerte y la nada. ¿Qué podemos hacer entonces en la escuela?

Podemos enseñar matemáticas, lengua, idiomas, ciencias, artes…

Podemos educar buenos ciudadanos que respeten la ley y se comporten con urbanidad y buenos modales.

Podemos educar buenos trabajadores, con un nivel de cualificación profesional que les permita integrarse lo mejor posible en el mercado laboral.

Podemos educar a personas que aprecien el deporte y los buenos hábitos de alimentación y de vida para que puedan llevar una vida saludable.

Podemos educar a niños con una educación emocional que les haga resilientes, con un autoconcepto adecuado y equilibrado que les permita tener una autoestima correcta.

Podemos prevenir los accidentes de tráfico; y enseñar a respetar a los demás, a no ser violentos ni agredir a nadie, a valorar la paz, a repudiar la violencia de género y a aspirar a un mundo fraterno y pacífica, no violento, sin ejércitos ni fronteras.

Podemos educar para el respeto a todas las religiones y a todas las culturas.

Podemos educar al niño para que sea autónomo moralmente y regule el comportamiento por sí mismo.

Podemos educar para que los niños conozcan y respeten los derechos humanos.

Y como en este mundo el sexo es fundamental y supone una manera incomparable de disfrutar de la vida, hay que ofrecer una educación sexual que prevenga las enfermedades venéreas y que enseñe a los niños a respetar y a experimentar todas sus distintas modalidades. El hombre se autodetermina y decide por sí mismo qué quiere ser y cómo quiere vivir. Y el sexo lo determina cada uno por sí mismo: puedo ser heterosexual, homosexual, bisexual, transexual, travestí, asexual, pansexual, de género fluido, no binarios… Y a los niños hay que enseñarles desde la guardería a experimentar con su cuerpo y a buscar el propio placer. Para eso se recurrirá a talleres, cuentos, dinámicas de grupo, autotocamientos, tocamientos al compañero, etc. Es importante aprender desde pequeños a masturbarse y a conocer teórica y prácticamente cómo dar y recibir placer, uno solo y con el otro o con los otros (sexo en grupo).

El hombre es libre para decidir por sí solo qué quiere ser y cómo quiere ser porque es autónomo y el único límite para su libertad es la libertad del otro. Y para poder decidir, tengo que conocer y experimentar las distintas opciones que existen o que pueden existir, sin ningún tipo de restricción moral: sin coacciones ni prohibiciones.

No hay Dios y, por lo tanto, no hay una ley universal y eterna: no se acepta ninguna moral heterónoma ni mucho menos teónoma, que coarte nuestra libertad moralmente autónoma. Y la visión cristiana del hombre hay que combatirla y acabar con ella por oscurantista y medieval. El principio de autodeterminación, la autonomía kantiana, la libertad negativa ha llegado finalmente a su cénit: la Ideología de Género, el nuevo nombre del humanismo sin Dios y contra Dios, idolátrico y blasfemo.

La escuela atea bebe del vómito de Nietzsche.

Ese es el fundamento del ateismo: el odio a Dios y a la Iglesia. Ese es el fundamento filosófico de la enseñanza de la mayor parte de los colegios hoy en día. En eso consiste su “educación integral”. Por eso, pensar que todos los colegios son iguales es un error garrafal: no puede educar igual quien odia a Dios que quien proclama que Jesucristo es el Señor; quien quita crucifijos de las aulas y prohibe los belenes en Navidad, que quien proclama la soberanía de Cristo y cimenta sobre Él su proyecto educativo.

Elegir colegio por el mero hecho de su proximidad al domicilio familiar, pensando que todos los colegios son iguales, puede acabar muy mal y tener una consecuencias fatales para la salud del cuerpo y, sobre todo, para la del alma de los niños.

Hoy en día, la mayoría de los colegios son lugares peligrosos en lo que respecta a la salvación de las almas de los niños. Son lugares donde se pervierten las almas inocentes de los niños para que se vuelvan buenos ciudadanos y demonios ejemplares: degenerados y pervertidos; hombres de perdición, esclavos de sus bajas pasiones; lujuriosos e impuros. La mayoría de las escuelas hoy en día ensucian las almas de los niños para educar orcos de Mordor, siervos del pecado; corrompidos pero civilizados y concienciados del cambio climático y del ecologismo integral.

La escuela atea actual no educa, sino que corrompe. Es un verdadero escándalo lo que los políticos inmorales y los maestros mercenarios y sin conciencia están haciendo con nuestros hijos: los están adoctrinando y pervirtiendo a conciencia. Los están conduciendo a su perdición.

La escuela católica

La única y verdadera educación integral parte de la antropología católica, que concibe al hombre como la unión sustancial de cuerpo y alma. La verdadera educación integral se ocupa del cuerpo, para su desarrollo físico saludable; se ocupa de su mente, de su inteligencia y de su talento, para que desarrollen todas sus capacidades intelectuales; y se ocupa de su voluntad, para que los niños hagan un buen uso de su libertad: para que procuren el bien y eviten el mal y sean libres de sus pasiones y de sus instintos y dueños de sí mismos. Pero una educación integral debe ocuparse también y de manera prioritaria de la salvación de las almas de los niños. Debemos educarlos en las virtudes cristianas para que la repetición de actos buenos, les enseñen a llevar una vida decente, con la dignidad de los hijos de Dios. La escuela debe enseñarles a ser libres para el bien y la verdad; a ser libres para la caridad y para la salvación.

Por ello, es fundamental e imprescindible enseñarles a los niños las verdades de la fe; la importancia de vivir en gracia de Dios y de cumplir su Ley Universal, con el auxilio que nos da Dios mismo a través de los sacramentos. Es importante que los sacerdotes les ofrezcan la posibilidad de confesarse para formar sus conciencias y para que vivan en gracia de Dios. Es importante la adoración al Santísimo. Es importante la participación en la Santa Misa. Es importante rezar con los niños cada mañana. Es fundamental promover en ellos la devoción a la Virgen María.

Porque la escuela católica debe preparar al niño para que cuando llegue a la edad adulta, pueda llevar una vida de gracia, guiada por la caridad, para que, al final de su vida puedan alcanzar su fin último: el cielo. Es importante enseñar a los niños a vivir como Dios manda y a que aspiren a llevar una vida decente y honorable; un vida digna de lo hijos de Dios.

Decía el P. Manjón que el amor a los alumnos es lo mejor de un maestro. «El maestro sin amor no es maestro, ni vale para serlo. Si fue­ra posible aquilatar el amor como se aquilata el saber, a ninguno de corazón egoísta, apático o indiferente debiera encomendarse una escuela, porque no vale para desempeñarla como es debido, aunque tenga mucha ciencia». No basta con que el maestro sepa mucho. Es aún más necesario que ame mucho.

Pero no hay que confundir el amor con un sentimentalismo pernicioso. «No es amor, sino egoísmo, el de aquel que busca el placer, la ternura y el propio gusto». El maestro debe amar entrañablemente a sus discípulos pero solo en Dios y por Dios.

El P. Poveda, en sus «Consejos a los directores de las Academias», señala que el maestro que ame a Dios «con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas» será piadoso. Su «piedad» será «sólida, tranquila, amable, severa, pacífica, oportuna, sin ridiculeces ni gazmoñerías, sin petulancias ni exigencias, sin brusquedades ni alborotos; a tiempo, acude siempre y según el acto, la persona y el lugar».

La piedad del maestro será la caridad inflamada que le mueva a hacer pronto, bien y cuidadosamente cuanto es del agra­do de Dios y edificación del prójimo; la que le hará más fácil y grato, más expedito y fervoroso su ministerio, en sí mismo y en sus alumnos, por el ejemplo.

Si el maestro es verdaderamente hombre de caridad, no puede limitarse a procurar que en sí viva y crezca esta virtud (en lo que depende de él). Debe ayudar a que arraigue y florezca la caridad en el alma de sus educandos. Su «pri­mer cuidado será poner a Dios en sus corazones» (P. Poveda, «Consejos a las profesoras y alumnas de la pri­mera Academia Teresiana»).

Y ¿cómo se logra poner a Dios en los corazones de los niños y jóvenes?

En primer lugar, haciéndoles saber que los quieres, que los amas entrañablemente. Los niños tienen que saberse queridos y bendecidos por sus maestros, porque también Dios los quiere de manera incondicional: no por las notas ni por su simpatía ni por nada en particular. Los niños se tienen que sentir queridos simplemente por ser tal y como son, por ser ellos mismos. Los maestros tiene que ser padres putativos de sus alumnos y deben sacarlos de la oscuridad de la ignorancia para arrastrarlos hacia la luz del bien, de la verdad y de la belleza: tenemos que contribuir a que nazcan a la vida en Cristo. El amor del maestro es, salvando las diferencias, similar al de los padres. Es un amor puro que no espera nada a cambio: ni siquiera agradecimiento ni reconocimiento alguno; e incluso, acepta y comprende el desprecio o la animadversión del discípulo. El amor disculpa siempre, entiende siempre y no lleva cuenta del mal. El maestro entiende la naturaleza caída del alumno porque es consciente de su propio pecado y nunca va a tirar piedras contra sus discípulos porque, igual que el padre, está dispuesto siempre a perdonar y a olvidar la ofensa recibida. El maestro conoce la fragilidad de la naturaleza humana y los efectos sobre ella del pecado original; y sabe que, sin la gracia de Dios, ni él mismo ni el alumno podrán librarse del mal y del pecado. Sin tener en cuenta la realidad del pecado original y la necesidad de la gracia, cualquier proyecto educativo estará abocado al fracaso por ser profundamente erróneo su fundamento. Porque el único que nos puede salvar de nuestro pecado es Cristo: Él el Cordero de Dios que nos redime y nos libera. La gracia de Dios libera a nuestra libertad de la esclavitud del pecado y la dispone para que pueda caminar por esta vida hacia su fin.

En segundo lugar, rezando incesantemente a Dios por ellos, porque la caridad es virtud que el Señor infunde en el alma del hombre: así que hay que pedir y pedir mucho por los niños y por sus padres para que el Espíritu Santo los lleve a la conversión y al arrepentimiento, moviéndoles a la verdadera penitencia. Porque solo viviendo en gracia pueden recibir de Dios la virtud infusa de la verdadera caridad y así caminar hacia su fin último, que no es otro que el cielo.

La caridad es un fuego que arde en las entrañas del maestro que vive en gracia de Dios y ese fuego es contagioso. La santidad del maestro conducirá al alumno a querer también ser santo. La santidad es el único camino para transmitir la fe. Si el maestro arde en amor de Dios, sus palabras se llenarán de celo, de parresía; y no hablará de Dios como de algo aprendido en un libro, sino como Alguien vivo y presente realmente en su alma inhabitada por la Santísima Trinidad. Por eso es fundamental que el maestro viva en gracia de Dios. Si no, no hay nada que hacer. Porque si no vives en gracia de Dios, si vives en pecado mortal, la caridad no vive en ti. Y a partir de ahí, todo lo que digamos estaría de más. Los maestros tenemos la grave obligación de vivir en gracia de Dios para que el Señor bendiga a nuestros discípulos a través de nosotros, indignos siervos suyos. Los maestros debemos vivir la caridad para derramarla en nuestros discípulos.

El maestro habrá alcanzado su meta cuando Dios se manifieste en todos sus pensamientos, deseos, palabras y obras; y entonces pueda decir que ya no soy yo, sino Cristo que vive en mí. Si el maestro consi­gue que sus alumnos entronicen en sus corazones a Dios y jamás le destronen, habrá sido un excelente pedago­go.

Así pues, como dice san Pablo,  ante la urgencia educativa que vivimos, es hoy más necesario que nunca obedecer al apóstol: “Esforzaos por alcanzar la caridad” (I Cor. 14,1), porque la caridad debe reinar poderosa tanto en los educadores como en los educandos.

Maestros: revestíos de Cristo para despojarnos de las obras de las tinieblas; y vistamos las armas de la luz. Huyamos todos – maestros y discípulos – del libertinaje pecaminoso y vivamos decentemente para que la caridad sea la única ley inquebrantable de nuestras escuelas, para mayor gloria de Dios.

Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.» Y abrazaba a los niños y los bendecía poniendo las manos sobre ellos. (Marcos 10, 14-16).


Ahora, si les apetece saber más y ampliar la información sobre el tema de la educación católica y de la educación en general, pueden pinchar los siguientes enlaces:

Conferencia Episcopal Española: El pacto educativo global

Escuelas Católicas: Pacto Educativo Global

Manos Unidas: Nace el Pacto Educativo Global

UNESCO: Educación 2030

4 comentarios

  
Francisco
Felicidades D. Pedro por éste magnífico artículo. ¡Cuánta falta de formación sobre la gracia hace falta!. Me ha impactado la exposición sobre la necesidad de la caridad y sus aplicaciones en la vida real. Deseemos ser Santos. Nos va la vida en ello. El mundo que decida tomar el camino que quiera.
Efectivamente, no me apetece entrar en alguno de los enlaces del final después de lo que ha expuesto en el post. Demasiado contraste...
Paz y bien
14/11/21 10:16 PM
  
Miguel Hinojosa
Esta publicación es un reflejo de lo que debería ser la escuela católica. Que tomen nota los señores obispos y congregaciones religiosas que se dedican al ámbito de la educación, así como los profesores laicos y demás personal.

Esta reflexión de D.Pedro hace mucho bien.
15/11/21 9:40 PM
  
esron ben fares
Buenas noches:
En el artículo dice: "la caridad es inseparable de la gracia"

Es la primera vez que leo eso. Deseo profundizar en ello. ¿Podría brindarme algún libro donde se explique teológicamente ello? Si fuese un papa o concilio sería mejor.

Muchas gracias
__________________________________________
Pedro L. Llera
Lo tiene usted en el Catecismo, sin ir más lejos:

https://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p3s1c3a2_sp.html

También puede usted leer el artículo que en InfoCatólica publicó Eudaldo Forment, titulado La caridad y la gracia.

16/11/21 1:31 AM
  
Carmen L
En serio don Pedro, el cacareado "pacto global" tiene algo que ver con la verdadera educación católica?
17/11/21 12:54 AM

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