Cuando el cine de ficción se mete a hacer teología... y algunas veces de manera afortunada
La fantasía aplicada a la literatura y al cine en los géneros de la ciencia ficción cumplen con dos funciones básicas. En primer lugar, permiten combatir, como lo hace el PROZAC, muchos miedos inconscientes que anidan en nuestras almas; cosas que se van arrumbando en las sombras, aquí y allá, como el sordo resultado de vagar por nuestra cultura, atiborrada y líquida.
En segundo lugar, mediante las extrañas combinaciones que realizan los guionistas, muchas veces se llega a vislumbrar alguna verdad oculta, a rasgar alguna opacidad que no habíamos detectado, incluso, en contados casos, al don de la profecía.
Dependiendo de la factura, se podría clasificar cada uno de los filmes de este género en dos tipos: los que tienen más el primer ingrediente comentado, y que colaboran, por tanto, en la alienación de los espectadores; y los que cuentan más con el segundo, en cuyo caso suelen regalar a la audiencia una mayor autoconciencia.
El cine más mainstream tiende a alinearse en el primer grupo. Películas como los Robocop (1987 y 2014) o los Terminator (1984) y sus secuelas/precuelas (1991, 2003, 2009, 2015) serían buenos ejemplos de productos audiovisuales que nos ayudan meramente a exorcizar el miedo ludita a la máquina. A no ser que se haga un esfuerzo hermenéutico tras el visionado para buscarle los tres pies al gato. En cuyo caso no resulta difícil encontrar referencias cristológicas incluso en personajes interpretados por Arnold Schwarzenegger.