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En defensa de la verdad

Javier Gómez de Liaño

2020-03-31

Adulterium cordis est veritate negare o, según traducción fiel, "negar la verdad es adulterio del corazón". Traigo a colación esta cita de San Agustín, y lo mismo podría hacer con otras parecidas, como la de André Gide en el prólogo de Corydon de que "no hay nada tan malsano como la mentira acreditada", por la encuesta que el diario ABC publicaba ayer sobre la información que el Gobierno está ofreciendo en relación a la enfermedad del coronavirus.

A tenor del barómetro de opinión elaborado por la consultora GAD3, y que su presidente –Narciso Michavila– explicó a Luis Herrero en la entrevista que le hizo En Casa de Herrero, dos de cada tres ciudadanos, o sea, el 63,2 por ciento, están convencidos de que el Gobierno oculta información sobre la pandemia y otro tanto, el 65,6 por ciento, para ser exactos, cree que tampoco cuenta la verdad. Es más. Conforme al sondeo realizado, esa desconfianza alcanza al 47 por ciento de los votantes socialistas y al 43 por ciento de los de Podemos. A estos datos cabe sumar otros dos: el primero, que para el 56,3 por ciento de los consultados el presidente Pedro Sánchez no transmite confianza; el segundo, que el 83 por ciento piensa que la Oficina de Comunicación de la Moncloa selecciona las preguntas de la prensa.

No es cuestión de cargar las tintas. Ni siquiera de sumarme a las críticas, sino de algo mucho más sencillo: salir en defensa de la verdad en un momento en el que, a poco que nos fijemos, cada día luce menos por miedo a la verdad misma. Sin duda que no siempre hay que decir todo lo que se conoce o sabe, pues hay serio riesgo de caer en imprudente locuacidad y está demostrado que a este Gobierno le sobran los lenguaraces. Aceptemos, por tanto, que nadie está libre de decir alguna que otra mentira, pero cosa bien distinta es decirlas por motivos espurios. No se olvide que un fabricante de mentiras siempre produce más mentirosos empeñados en controlar el mercado.

Tan cierto como lo anterior es que la mentira no es patrimonio de nadie. Eso casi todo el mundo lo sabe. Sin embargo, las estadísticas demuestran que suele abundar más entre los políticos o pseudopolíticos, quienes, llegado el caso, puestos a encontrar excusas, se preguntan qué importa mentir, si la mentira es tomada como verdad. Téngase presente que cualquier intento de convencerlos choca con su soberbia. Al grito de "¡Yo soy la verdad!", y con la inestimable ayuda de fieles y asalariados, las mentiras del político pueden pasar por sentencias firmes, aunque tal vez convenga aclarar que cualquier edificio, incluido el ideológico, construido sobre el cimiento de la mentira termina hundiéndose.

Pero hay algo más que decir en defensa de la verdad y en contra de su antónimo, la mentira. Me refiero a que la última, además de síntoma de maldad, es prueba de falta de inteligencia. El colchón donde el mentiroso descansa es la estulticia, lo que hace que siempre deje cabos sueltos en sus aviesos embustes. Recuérdese a Abraham Lincoln cuando advertía: "Podrás engañar a todos durante algún tiempo; podrás engañar a alguien siempre, pero no podrás engañar siempre a todos".

Llegado a este punto, a la memoria me viene que los frailes del colegio donde hice el bachillerato aseguraban que el destino de los mentirosos eran las calderas de Belcebú. Todavía estoy viendo al padre Julián preguntando:

P: ¿A dónde van los que mienten?
R: Al infierno.

P: ¿Qué cosa es el infierno?
R: El conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno.

Confinemos, mejor, condenemos a la mentira con la pena de cadena perpetua. Y quede claro que con este comentario que ahora concluyo no pido la cabeza de nadie, y menos de nadie la del Gobierno. No quiero, ni quiero que nadie quiera, la cabeza de nadie. Lo que sí quiero es que se haga la claridad. Es más que probable que en esta espantosa plaga del coronavirus, al igual que en todas las crisis con dimensiones políticas de primera magnitud, el pueblo español se merezca un Gobierno que ahora mismo no tiene, pero que, pese a todo, podría encontrarlo donde pudiera estar y que, tal vez, fuera en un Gobierno de coalición o concentración de las fuerzas políticas parlamentarias, excluidas, claro está, las formadas por aventureros innecesarios.

Lo que los españoles no tenemos por qué admitir es ni que se nos gobierne mal ni que no se nos diga la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. El respeto a esa verdad omnicomprensiva debe guiar todos y cada uno de los pasos de quien se presenta como un buen gobernante. Por el camino contrario, cuando ese gobernante falsifica o tergiversa la realidad, en el fondo lo que encierra, incluso sin saberlo, es una buena dosis de despotismo.

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