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Pecado y Caridad

Pecado y Caridad

Pedro L. Llera, el 14.08.22 a las 6:19 PM

Y he aquí que llegó una mujer pecadora que había en la ciudad, la cual, sabiendo que estaba a la mesa del fariseo, con un frasco de alabastro de perfume, se puso detrás de Él junto a sus pies, llorando, y comenzó a bañar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies y los ungía con el ungüento. (Lc. 7, 37-38)

¡Cuántas veces me he sentido yo como la pecadora que se arrodilla a los pies del Maestro y le lava los pies con sus lágrimas! ¡Qué falta nos hace la humildad de la pecadora para llorar por nuestros pecados y arrepentirnos de ellos!

Dice Royo Marín en Teología de la Perfección Cristiana (pág. 39 y ss.):

Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero en las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre el mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón.
Estos desgraciados son «almas tullidas – dice Santa Teresa – que si no viene el mismo Señor a mandarles que se levanten, como al que llevaba treinta años en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro».

Y escribe Santa Teresa:

«No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más (habla del alma en pecado mortal)… Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria… Yo sé de una persona (habla de sí misma) a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible a ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones… ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este crista? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús! ¡Qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! y las potencias, que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno! En fin, como a donde está plantado el árbol, que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? Oí una vez a un hombre espiritual que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre del tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin».

El 13 de julio de 1917, en la tercera de las apariciones de Fátima, la Virgen María permitió que los niños tuvieran una visión del infierno, para que comunicaran lo que les espera en el mundo invisible a las personas que no se convierten ni se arrepienten de sus pecados mortales antes de morir.

«Sumergidos en este fuego estaban demonios y almas en forma humana, como tizones transparentes en llamas, todos negros o color bronce quemado, flotando en el fuego, ahora levantadas en el aire por las llamas que salían de ellos mismos junto a grandes nubes de humo, se caían por todos lados como chispas entre enormes fuegos, sin peso o equilibrio, entre chillidos y gemidos de dolor y desesperación, que nos horrorizaron y nos hicieron temblar de miedo (debe haber sido esta visión la que hizo que yo gritara, como dice la gente que hice)», agregó.

«Los demonios podían distinguirse por su similitud aterradora y repugnante a miedosos animales desconocidos, negros y transparentes como carbones en llamas. Horrorizados y como pidiendo auxilio, miramos hacia Nuestra Señora, quien nos dijo, tan amablemente y tan tristemente: “Ustedes han visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlos que Dios quiere establecer en el mundo una devoción a mi Inmaculado Corazón. Si ustedes hacen lo que yo les diga, muchas almas se salvarán, y habrá paz"»,

El pecado mortal provoca la pérdida de la gracia santificante, de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo. El sarmiento se separa de la vid y muere porque deja de recibir la sabia que da la vida sobrenatural, que solo Cristo nos puede dar.

El pecado mortal nos hace esclavos de Satanás y aumenta en nosotros las malas inclinaciones. De hecho, un pecado mortal lleva a otro y así vamos de mal en peor, enfangándonos en el lodo y apartándonos cada vez más de Dios. El pecado mortal es el infierno en potencia.

Todos buscamos la felicidad y ¡cuántos viven vidas desgraciadas! Porque buscan la felicidad donde no está, donde no hay sino muerte y desesperación. ¡Cuántas personas creen que la felicidad está en disfrutar de los placeres de la carne! ¡Cuántos piensan que es feliz quien lleva una vida promiscua! ¡Cuántos piensan que la felicidad es la fiesta, el botellón, la borrachera, la bacanal, los festivales, las drogas, el sexo desenfrenado! Y luego llegan los trastornos del alma (psicológicos, los llaman ahora), las depresiones, la ansiedad, el vacío… Y nunca ha habido más consumo de psicofármacos ni más suicidios. Porque buscando la felicidad donde no está, acaban siendo desgraciados hasta desear la muerte. Y es así porque están muertos en vida por el pecado mortal. Se han separado de Dios y han perdido la esperanza y las ganas de vivir. Porque quien vive en pecado mortal ya está muerto en vida: está muerto a la vida de la gracia: son medios muertos que han quedado tirados en la cuneta de la vida, apaleados por el pecado. Están solos y todo el mundo pasa de largo y mira para otro lado porque son despojos hediondos. Tiene que pasar Cristo por el camino para levantarlos de la cuneta, cargar con ellos y llevarlos a la posada para que los curen. Y es Cristo quien los puede curar con el vino y el aceite de los sacramentos. Y es Cristo quien ha pagado el precio de nuestra salvación con la sangre que derramó por nosotros en la cruz.

A veces, tenemos que tocar fondo para volver a la vida verdadera. Tenemos que estar medio muertos para que Cristo abra la puerta del sepulcro y nos diga: «levántate y anda». Porque el único que puede salvarnos es Cristo. No hay otro nombre sobre la tierra que pueda salvarnos salvo el de Cristo Jesús. Sólo Él puede quitar el pecado del mundo. Sólo Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Nuestra felicidad y nuestra esperanza es Cristo. Dios nos ha dado la vida para que seamos felices y, después de peregrinar por este mundo, vayamos al cielo. La felicidad es ver a Cristo; ver a Dios en la Hostia Santa, consagrada en la Misa. Pero quien está en pecado mortal, quien no tiene fe, es un ciego que no ve lo que tiene delante de sus narices. Por eso no se arrodillan ante el Santísimo. Quien está en pecado mortal es ciego a la vida sobrenatural. No ven. No saben. No entienden… Y como son esclavos de Satanás, desprecian lo sagrado, odian a Dios y odian a quienes creemos y amamos a Dios. Y hasta los hijos se enfrentan a sus padres porque la soberbia les puede y se creen que ellos saben más que nadie y que Dios es un cuento antiguo, un mito… Ellos se creen más y no son nada ni saben nada ni ven nada. El pecado te deja ciego y sordo. Por eso tenemos que pedir: ¡Señor, que vea! ¡Ábreme los ojos y los oídos! ¡Mira que estoy paralítico y no puedo moverme ni caminar hacia Ti! ¡Cuántas lágrimas lloró Santa Mónica por su hijo Agustín, perdido y pecador! Y sus lágrimas y sus oraciones surtieron efecto y aquel hijo perdido por el pecado acabó siendo santo. ¡Qué grande es Dios!

Porque no hay nadie que deba darse por perdido, mientras esté vivo en este mundo: por malo que sea; por depravada que sea su vida; por muy esclavo que sea de sus vicios; por degenerado que sea… Nadie, aunque sea el mayor enemigo de Dios, el ateo más recalcitrante, el hereje más empedernido… Nadie es un caso perdido. Dios quiere que todos se salven.

Dice Royo Marín en Teología de la Caridad (pág. 558):

La caridad, en efecto, nos obliga a amar a todos aquellos que estén todavía a tiempo de alcanzar la vida eterna y de glorificar a Dios, y no existe nación, pueblo o individuo que no se encuentre en estas condiciones mientras sea viajero en este mundo. Por eso solo están excluidos de la caridad los demonios y condenados del infierno, incapaces ya de amar a Dios y de alcanzar la vida eterna.

Pero nótese que una cosa es el odio de enemistad y otra muy distinta el de abominación. El primero recae sobre la persona misma del prójimo, deseándole algún mal o alegrándose de sus males; y este odio no es lícito jamás. El segundo, en cambio, no recae sobre la persona misma (a la que no se les desea ningún mal), sino sobre lo que hay de malo en ella, lo cual no envuelve desorden alguno. Podemos odiar su injusticis, luchar contra ella y hasta reclamar el justo castigo que merece con el fin de que se corrija y deje de hacer daño a los demás.
Los pecadores, en cuanto tales no son dignos de nuestro amor, ya que son enemigos de Dios y ponen obstáculo voluntario a su bienaventuranza eterna (en cuya participación se funda el amor de caridad). Pero en cuanto a hombres, son hechura de Dios y capaces de la eterna bienaventuranza, y en este sentido se les puede y debe amar.

Santo Tomás
no vacila en añadir: «De donde, en cuanto a la culpa, que le hace adversario de Dios, es digno de odio cualquier pecador, aunque se trate del padre, de la madre y de los parientes, como se nos dice en el Evangelio (Lc. 14, 26). Hemos, pues, de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía (por el arrepentimiento) de la etena bienaventuranza. Y esto es amarlos verdaderamente por Dios con amor de caridad».

Corolario

En las redes sociales, hay muchos católicos que se dicen tradicionalistas que se dedican a lapidar públicamente al Papa Francisco, sin la más mínima caridad. Pero si alguien dice ser fiel a la doctrina y no tiene caridad, no tiene nada. Estos católicos se han olvidado de aquello de «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».

Hay que combatir cualquier pecado: la idolatría, la herejía, el adulterio, el aborto, la fornicación, la promiscuidad, la explotación del trabajador, la opresión de los pobres… Pero hay que amar al pecador. La caridad es nuestro signo distinción, nuestro hecho diferencial:

«Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 34-35)..

Pero si no tenemos caridad, todo lo demás no nos sirve de nada:

Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como el bronce que resuena o un golpear de platillos.

Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada.
Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía. (1Corintios 13, 1-3).

¿Hacer frente a los errores, las ambigüedades, herejías, etc.? Por supuesto. Pero con caridad. La falta de caridad con el Papa o con la vecina del quinto es un pecado grave.

Por el Papa hay que rezar más y dejar de lapidarle públicamente. Hay quienes alegan que se sienten «agredidos», perseguidos, maltratados. Yo también me siendo así muy a menudo. ¿Alguien pensaba ir al cielo sin pasar por la cruz?

«Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros».

Ofrezcamos al Señor nuestras tribulaciones en reparación por las ofensas que recibe su Sagrado Corazón. Recemos por los pecadores. Y empecemos por nosotros mismos: oración y penitencia por nuestros propios pecados. Convirtámonos y vivamos en gracia de Dios conforme al mandamiento de la caridad. Para vivir unidos a Dios, hay que empezar por purgar nuestros pecados mediante el sacramento de la confesión (o del bautismo quien no esté bautizado): ¡cuánta falta nos hace la presencia de los sacerdotes en los confesionarios! Sólo convirtiéndonos y confesándonos podremos ser dignos de vivir como verdaderos hijos de Dios. El pecado es oscuridad. La gracia de Dios nos da la luz, porque Cristo es la Luz. Y sólo Cristo nos puede dar la sabiduría para ver la vida y el mundo con los ojos de Dios.

Si Dios permite la situación trágica que nos está tocando vivir, será porque es lo que merecemos por nuestros pecados y lo que más nos conviene para nuestra salvación. Demos gloria a Dios con nuestra vida y unamos nuestros sufrimientos a los de Cristo en la cruz.

Conversión y penitencia.

Mira que te mira Dios, mira que te está mirando. Mira que te has de morir, mira que no sabes cuándo.


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