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El error de Benedicto, reflejo de una época de errores institucionales

El error de Benedicto, reflejo de una época de errores institucionales

Por Carlos Esteban | 28 enero, 2022

Es un hecho que el entonces arzobispo de Munich Frisinga, Joseph Ratzinger, acogió en su archidiócesis a Peter Hullermann, un sacerdote expulsado de Essen tras abusar de un niño de 11 años, que se sometió a terapia y al cabo fue readmitido al ministerio y volvió a cometer abusos, estando Ratzinger ya fuera de la archidiócesis.

Es un hecho, asimismo, que el Papa Emérito ha tenido que rectificar un “error objetivo”, reconociendo que estuvo en una reunión sobre la que inicialmente se declaró ausente. Un simple error comprensible en un hombre de 95 años, pero que no ayuda a su causa.

Es perfectamente evidente, también, aunque no se pueda considerar como “un hecho”, que el informe elaborado por el despacho Westpfahl Spilker Wastl se está usando como arma por los enemigos de Benedicto XVI o, mejor, de lo que representa el Papa Emérito, para deslegitimar todo su legado. El último editorial del influyente National Catholic Reporter pide expresamente que, como penitencia por la mala gestión pasada de casos de abusos, Joseph Ratzinger renuncie al título (por lo demás, absolutamente excepcional), de Papa Emérito, mientras en Alemania Bätzing, presidente de la Conferencia Episcopal, aprovecha el revuelo para criticar a Benedicto y elogiar al cardenal Marx.

Pero en todo este ajuste de cuentas con el pasado, en el que progresistas y conservadores dentro de la Iglesia se tiran los casos a la cabeza, se ignoran demasiadas cosas, elementos curiosamente comunes al tratamiento de los sacerdotes culpables de abusos sexuales en el pasado y que parecen afectar a todas las diócesis por igual. Es decir, se pasa por alto que lo que hoy se considera, muy justamente, encubrimiento de abusos, fue durante décadas la política oficiosa de la Iglesia.

Empecemos dejando meridianamente clara una cosa: de aquí a la Parusía, siempre habrá curas que cometan abusos, como los habrá que roben o cometan cualquiera de los siete pecados capitales. Se llama ‘pecado original’, y fijarse como objetivo ‘abusos cero’ es tan realista como el de ‘cero covid’.

Sí se puede, en cambio, luchar contra esta lacra con los medios adecuados, actuando automáticamente contra el infractor y aplicando penas canónicas disuasorias y con el apartamiento del ministerio del sacerdote culpable. Y eso es exactamente lo que, en el postconcilio, se echó tranquilamente por la borda para abrazar las interpretaciones pseudocientíficas en boga en la época y que nos ha llevado donde estamos. Acercarse al mundo, ya saben.

La idea que se impuso en esa época era, resumiendo, que el perpetrador de abusos podía ‘curarse’. En casi todas las diócesis se entendía que lo ‘moderno’ y lo ‘misericordioso’ era dar a los depredadores sexuales con alzacuellos un tratamiento pastoral que normalmente consistía en mandarle a algún centro para su evaluación y tratamiento psicológico para luego, cuando los profesionales los declarasen ‘recuperados’, devolverlos al ministerio.

Uno puede revisar los archivos diocesanos del momento y encontrarán casos de las terapias más experimentales y escasamente científicas aplicados a sacerdotes pederastas que luego, superado el tratamiento, volvían al ministerio activo. Y a las andadas. Esto creó, a su vez, toda una industria terapéutica que hizo su agosto con estos casos.

La jerarquía eclesiástica vivía entonces en el periodo de deslumbramiento con el mundo, y la idea de aplicar a estos casos reglas canónicas, castigos y tipos penales sonaba ‘rígido’ y pasado, preconciliar, si se quiere.

Porque la Iglesia disponía de los instrumentos; no es como si en los siglos precedentes no se hubiera encontrado mil veces con este problema y se hubiera dotado de las herramientas para atajarlo. El Código de Derecho Canónico de 1917 preveía los procedimientos de actuación en estos casos, las penas canónicas y las consecuencias, y había funcionado razonablemente bien en este sentido. Pero aplicarlo en pleno postconcilio parecía anacrónico y retrógrado, nada que ver con la actitud mucho más ‘humana’ de la nueva visión sexual del psicoanálisis.

La Revolución Sexual, con su recua de pseudoeruditos que le daban un barniz de ‘ciencia’ incuestionable no dejó de afectar a la propia Iglesia, al contrario: fue una de sus víctimas más excelsas, especialmente a la hora de sustituir una sabiduría de milenios por una visión a estrenar, los polvos de los que salieron estos lodos.

El error de Benedicto, reflejo de una época de errores institucionales