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Roberto de Mattei: «La santidad es la única solución a la crisis de nuestro tiempo»

Roberto de Mattei: «La santidad es la única solución a la crisis de nuestro tiempo»

Por INFOVATICANA | 22 enero, 2022

(Roberto de Mattei/CR)- La crisis de nuestro tiempo ha pasado ya del terreno cultural y moral al psicológico, entendiéndose la psicología en su sentido etimológico de ciencia del alma. Si la moral establece las leyes del comportamiento humano, la psicología investiga la vida cognoscitiva y afectiva del hombre. El hombre es un compuesto de cuerpo y alma, y el alma –principio vital del cuerpo– posee dos facultades primarias: inteligencia y voluntad. Como ser corpóreo que es, el hombre está dotado de sentidos internos y externos que participan de su proceso cognoscitivo. Cuando las facultades primarias y secundarias del hombre están ordenadas, su personalidad se desarrolla armoniosamente, mientras que en la esfera oscura del hombre en la que las tendencias sensibles se encuentran con las facultades espirituales se desarrollan las pasiones desordenadas se produce en el alma una situación de desequilibrio que puede acarrear la ruina moral y psicológica. Cuando pierde de vista el único y verdadero fin de su vida, que es nuestra santificación y la gloria de Dios, el hombre se arriesga al colapso psicológico.

Cabría objetar que muchas personas, a pesar de haber perdido de vista el fin primario del hombre, parecen psicológicamente tranquilas y viven sin problemas. No obstante, la estabilidad psicológica que proporcionan la salud, el dinero y los afectos mismos no es sino aparente. Las personas en apariencia fuertes pero privadas de Dios son como la casa construida sobre la arena de la parábola evangélica. Basta la pérdida de uno solo de los falsos bienes en que se apoyan para desencadenarles una crisis psicológica. ¿Y qué pasa cuando lo que pone en riesgo su vida no es la pérdida de bienes individuales sino desgracias sociales como una guerra o una pandemia que aqueja a la sociedad? En ese caso se cumplen más que nunca las palabras del Evangelio: «Las lluvias cayeron, los torrentes vinieron, los vientos soplaron y se arrojaron contra aquella casa, y cayó, y su ruina fue grande» (Mt.7,27).

Cuando atravesemos tiempos turbulentos debemos comprender que sólo en nuestro interior podemos encontrar la solución a los problemas que nos afligen. La que libramos no es una batalla política, social ni sanitaria; somos soldados que combatimos una larga guerra contra el mundo, la carne y el demonio, guerra que se remonta a la creación del mundo. Como explica Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1974), «lo único necesario para cada uno de nosotros es una vida interior» (Las tres edades de la vida interior). La verdadera vida del hombre no es ciertamente la superficial y exterior del cuerpo, destinada a decaer y morir, sino la inmortal del alma, que encamina sus potencias en la dirección correcta.

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Dios no nos pide salvar la sociedad. Lo que nos pide es que salvemos el alma y le glorifiquemos, incluso en lo social, dando testimonio público de la verdad del Evangelio. Sólo Dios puede salvar a la sociedad, y lo hace por medio de la Iglesia, que nunca pierde sus notas distintivas, empezando por su santidad intrínseca. Para estos tiempos de malestar y extravío generalizado, escribe igualmente el P. Lagrange: «Cada uno de nosotros tenemos necesidad de pensar en la única cosa necesaria y pedir al Señor santos que no vivan sino motivados por dicho pensamiento y sean los grandes animadores que necesita el mundo. En las épocas más turbulentas, como la de los albigenses, y más tarde con la aparición del protestantismo, el Señor envió innumerables santos al mundo. Y hoy en día la necesidad no es menos acuciante» (Las tres edades de la vida interior).

Don Próspero Guéranguer dice ni más ni menos lo mismo (1805-1875): «En su infinita justicia y misericordia, Dios prodiga los santos a lo largo de los tiempos, o bien decide no concederlos, porque, si se nos permite expresarlo de esa manera, es necesario el termómetro de la santidad para verificar las condiciones de normalidad de una época o una sociedad» (Le sens de l’histoire, in Essai sur le naturalisme contemporain, Editions Delacroix, 2004, p. 377).

Eso quiere decir que hay siglos más parcos y siglos más generosos en lo que se refiere a las gracias que Dios distribuye para llamar a la santidad. El siglo XV fue pobre en santos, mientras que el XVI abundó en ellos. El siglo XX ha sido de escasez, salvo unas pocas excepciones luminosas. ¿Será el XXI un siglo de generosa correspondencia a la gracia? ¿Qué temperatura señala el termómetro espiritual de nuestro tiempo?

Si echamos un vistazo a nuestro alrededor no vemos los grandes santos que nos gustaría que surgiesen a nuestro lado para sostenernos. Pero quizás olvidemos que la vara de medir de la santidad no es la existencia de milagros espectaculares, sino la capacidad de las almas para vivir día tras día abandonadas a la Divina Providencia. Así hizo San José, modelo de santidad, combatiente silencioso y fiel, alma activa y contemplativa y ejemplo perfecto de equilibrio de todas las virtudes naturales y sobrenaturales.

Nadie como San José sabía mejor lo frágil que era el Imperio Romano por debajo de las apariencias, y nadie conocía mejor que él la perfidia del Sanedrín, y aun así se atuvo a la ley romana en lo referente al censo y a las prescripciones judías a la hora de circuncidar a Jesús. En ningún momento incitó a la rebelión violenta contra la autoridad. Su corazón no conocía la ira sino la serenidad, y no conocía otro odio que hacia el pecado. Ya ha concluido el Año de San José que proclamó el papa Francisco, pero la devoción al santo carpintero debe seguir estimulando a los católicos fieles a aspirar a la santidad, que alcanza la cúspide en Jesucristo. Únicamente Él, por Sí mismo, posee la plenitud absoluta y universal de la gracia, y sólo Él hace a los grandes santos. Hoy más que nunca tenemos necesidad de santos, de hombres justos y equilibrados que vivan según su razón y su fe sin caer en el desaliento y confiando nada más en el auxilio de la Divina Providencia y de la bienaventurada Virgen María.

Publicado por Roberto de Mattei en Correspondencia Romana.