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19 DE OCTUBRE - SANTOS JUAN DE BREBEUF E ISAAC JOGUES Y COMPAÑEROS.

sanPablotv Santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros, mártires
Oremos Dios nuestro, que consagraste las primicias de la fe en las regiones de la América del Norte con la predicación y la sangre de los santos Juan de Brébeuf, Isaac Jogues y compañeros mártires, haz que, por su intercesión, vaya floreciendo y fructificando día a día en todo el mundo una abundante cosecha de nuevos cristianos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.
Santos mártires Juan de Brébeuf e Isaac Jogues, presbíteros y compañeros de la Orden de la Compañía de Jesús, en el día en que san Juan de la Lande, religioso, fue asesinado por los paganos en el lugar llamado Ossernenon, entonces en territorio del Canadá, el mismo lugar donde algunos años antes había conseguido la corona del martirio san Renato Goupil. Son venerados conjuntamente sus santos compañeros Gabriel Lalemant, Antonio Daniel, Carlos Garnier y Natal Chabanel, que, en la región canadiense, en días distintos, después de muchas fatigas en la misión del pueblo de los hurones para anunciar el evangelio de Cristo a aquellas gentes, terminaron muriendo mártires.

Las buenas intenciones del explorador Jacques Cartier, que en 1534 realizó grandes esfuerzos para implantar el cristianismo en el Canadá, así como los intentos en el mismo sentido de Samuel Champlaio, que fundó la ciudad de Québec en 1608, no dieron los resultados apetecidos. Sin embargo, por deseo expreso del rey Enrique IV de Francia, aquel mismo año de 1608, partieron hacia el Canadá dos sacerdotes jesuitas, Pierre Biard y Ennemond Massé, quienes llegaron a la Acadia (Nueva Escocia), se instalaron en Port Royal (ahora la ciudad de Annapolis) e iniciaron su tarea de evangelizar a los indios suriqueses. Su primer trabajo fue el de aprender el idioma. El padre Massé se internó en los bosques para vivir entre aquellas tribus nómadas y recoger todos los datos que pudiese sobre sus costumbres y su lengua, mientras que el padre Biard permaneció en el establecimiento de Port Royal, donde trataba de atraerse, con regalos de alimentos y golosinas, a los pocos indios que allí había, a fin de que le enseñaran las palabras necesarias para hablarles. Al cabo de un año, los dos sacerdotes habían adquirido los conocimientos indispensables para escribir un catecismo en la lengua indígena y comenzar a enseñarlo. Inmediatamente descubrieron que una de las dos tribus con las que tenían que vérselas, los etchemines, eran decididamente hostiles al cristianismo, en tanto que los suriqueses, si bien se mostraban mejor dispuestos, carecían de todo sentido religioso. No había uno que dejase de entregarse a la embriaguez y a la brujería, y todos, sin excepción, practicaban la poligamia.

Sin embargo, cuando se unieron a los misioneros los nuevos colonos franceses, otros dos sacerdotes jesuitas y un hermano lego, pareció que se hallaba por buen camino el trabajo de evangelización. Pero todo aquello quedó interrumpido bruscamente en 1613, cuando el capitán pirata de un buque mercante inglés, al frente de toda su tripulación, practicó una devastadora incursión en Port Royal, hubo un saqueo desenfrenado, todos los establecimientos de los colonos fueron incendiados y un grupo de quince de ellos, incluso el padre Massé, fueron metidos en una barca y dejados a la ventura en alta mar. Después, el capitán inglés partió en su nave hacia Virginia y se llevó consigo al padre Biard y al padre Quentin. Los misioneros se las arreglaron eventualmente para regresar a Francia, pero ya para entonces, la tarea de predicar el Evangelio entre los indígenas de la Acadia, quedó absolutamente paralizada.

Entretanto, Champlain, el gobernador de Nueva Francia, solicitaba con insistencia el envío de buenos religiosos, hasta que, en 1615, llegaron a Tadroussac varios franciscanos. Aquellos frailes trabajaron heroicamente durante algún tiempo, pero al ver que no les era posible obtener los hombres y los medios necesarios para desarrollar debidamente la tarea, solicitaron la ayuda de los jesuitas. En el mismo año, tres sacerdotes de la Compañía de Jesús desembarcaron en Québec, precisamente cuando los indígenas acababan de matar al fraile franciscano Vial y a su catequista y de arrojar sus cadáveres al río, en la parte de los rápidos que hasta hoy se conoce como Soult-au-Récollet. De los tres recién llegados, uno era el padre Massé que, a salvo de su anterior y terrible experiencia, regresaba a su antiguo campo de trabajo, pero los otros dos, el padre Brébeuf y el padre Charles Lalemant, eran nuevos en la difícil faena. Cuando el padre Jean de Brébeuf ingresó al seminario de la compañía en Rouen, a la edad de veinticuatro años, su constitución era tan débil y enfermiza, que no pudo proseguir el curso normal de los estudios, ni soportó los períodos de enseñanza durante largo tiempo. Por eso, causa asombro que aquel tuberculoso inválido se transformase, en pocos años, en el titánico apóstol de los hurones, cuya capacidad para soportar las penalidades, cuyo valor ante el peligro, cuya entereza y energía eran tan extraordinarias que cuando los indios lo mataron, bebieron su sangre para adquirir su valentía.

Como el padre Brébeuf no se atrevía a hacer frente en seguida a los hurones, permaneció durante algún tiempo con los algonquinos, en muy penosas condiciones de vida, para aprender su lengua y conocer sus costumbres. Al año siguiente, en compañía de un franciscano y de otro jesuita, se internó en la comarca de los hurones. Durante la caminata de casi mil kilómetros, hubo treinta y cinco ocasiones en que, a causa de los rápidos en las corrientes de los ríos, tuvieron que cargar con la canoa y con todos los bultos de sus provisiones para continuar a pie. Los tres sacerdotes establecieron por fin su residencia en el lugar llamado Tod's Point, pero muy pronto se ordenó el regreso de los dos compañeros del padre Brébeuf, y éste se quedó solo entre los hurones, cuya manera de vivir, menos nómada que la de otras tribus, brindaba mejores perspectivas a los misioneros para desarrollar su trabajo. No tardó mucho en descubrir que todos los pobladores de la región le miraban con desconfianza, tenían siniestras sospechas sobre sus actividades, le hacían responsable por cualquier calamidad o infortunio que les ocurriese y experimentaban un terror suspersticioso ante la cruz que campeaba sobre el techo de su cabaña. Durante aquel período, el padre Brébeuf fue incapaz de lograr una sola conversión entre los hurones y ya no hubo tiempo para hacer nuevos intentos, porque las circunstancias no le permitieron quedarse. La colonia francesa se hallaba desamparada: los ingleses habían cerrado el río San Lorenzo al tráfico de los colonos y no llegaba para éstos ningún abastecimiento ni ayuda desde Francia. El gobernador Champlain se vio obligado a rendirse; los colonos y los misioneros, expulsados, debieron regresar a su país y el Canadá se convirtió, por primera vez y por breve tiempo, en una colonia británica. Sin embargo, el infatigable Champlain se puso inmediatamente en actividad, llevó el asunto a los tribunales ingleses en Londres y pudo probar, de manera concluyente, que la invasión de la colonia era una usurpación injusta. En el año de 1632, Canadá volvió a manos de Francia.

Inmediatamente, se invitó a regresar a los franciscanos, pero como carecían de un número suficiente de misioneros, fueron los jesuitas, nuevamente los que se hicieron cargo del trabajo de evangelización. El padre Le Jeune, jefe de la misión, llegó a Nueva Francia en 1632, seguido por el padre Antoine Daniel y, en 1633, los padres Brébeuf y Massé, veteranos en aquellas lides, arribaron junto con el gobernador Champlain. El padre Le Jeune, que antes de abrazar el sacerdocio había sido hugonote, era un hombre de extraordinaria habilidad y amplia visión. Consideraba que la misión no era un asunto para unos cuantos sacerdotes y los pocos fieles que les apoyasen, sino una empresa de gran envergadura en la que deberían interesarse todos los católicos franceses. En consecuencia, concibió y realizó el plan de mantener bien informada a toda la nación sobre las verdaderas condiciones en el Canadá, por medio de una serie de descripciones gráficas, que se inició con la de sus experiencias personales sobre el viaje, las exploraciones y sus primeras impresiones respecto a los indígenas. Aquellas informaciones fueron escritas y enviadas a Francia en un término de dos meses para ser publicadas al terminar el año. Aquellos mensajes que se conocen como las «Relaciones Jesuíticas», se intercambiaron casi sin interrupción entre la «Nueva» y la «Vieja» Francia y, con frecuencia, comprendían cartas de los otros jesuitas como Brébeuf y Perrault. Las relaciones despertaron muy vivo interés, no sólo en Francia, sino en toda Europa, a tal punto que, desde su publicación, se inició una gran corriente de emigración desde el Viejo Continente y muy pronto, buen número de religiosos, hombres y mujeres, llegaron a trabajar entre los indios y a dar ayuda espiritual a los colonos. El padre Antoíne Daniel, que habría de ser el compañero del padre Brébeuf durante algún tiempo, era, como éste, natural de Normandía. Seguía los estudios de leyes cuando decidió ingresar en la Compañía de Jesús y, antes de partir hacia el Nuevo Mundo, había estado en estrecho contacto con todos los que le pudieran informar sobre la misión del Canadá.

Cuando los hurones llegaron a Québec para asistir a la feria anual, se mostraron muy contentos al ver de nuevo al padre Brébeuf y se agruparon en torno suyo para oírle hablar en su propia lengua. Muchos de los indígenas le pidieron que regresase con ellos a su comarca y él estaba muy bien dispuesto a seguirles, pero a última hora, los hurones atemorizados por las amenazas de un caudillo de Ottawa, rehusaron la compañía del sacerdote. Durante la feria del año siguiente, sin embargo, los hurones mismos rogaron al padre Brébeuf, al padre Daniel y a otro sacerdote llamado Darost, que fuesen a morar con ellos como sus …
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