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La importancia de las virtudes humanas para la convivencia: generosidad, amor.

La importancia de las virtudes humanas para la convivencia: generosidad, fidelidad, lealtad, sinceridad, amor, mala memoria, desdramatizar, ceder siempre por las dos partes...

1. La familia, motor de cambio social

a) Una revolución pacífica


Pierpaolo Donati, conocido sociólogo italiano, afirmaba en cierta ocasión: «San Josemaría Escrivá es un fenómeno bastante singular en la vida de la Iglesia. Ha desarrollado una espiritualidad adecuada a la vida familiar, promoviendo un verdadero y específico estilo de vida familiar, que parece corriente desde el punto de vista material, porque se desarrolla en la vida cotidiana, pero que es único por su espiritualidad, por el espíritu que lo anima, en cuanto se basa en el ejercicio de las virtudes humanas, que se injertan en un plano sobrenatural.

»Esta idea ha vivificado de forma natural el tejido social. Es una idea muy sencilla. Es decir que una familia fuerte, sana, bien organizada, humanamente muy abierta, disponible en el sentido humano de encuentro interpersonal, es algo que fortalece a toda la sociedad, que se convierte, como él decía, en una inyección en el torrente circulatorio de la sociedad.

»Esta idea de familias interiormente fuertes, que suponen un ejemplo para las que las rodean en la vida cotidiana, anticipa el magisterio de Juan Pablo II cuando habla del humanismo familiar y dice que el porvenir de la sociedad pasa a través de la familia.

»Es la idea de unas familias encontrándose y asociándose, dando vida a iniciativas que regeneran la sociedad, con una dimensión fontal, de fuente, diría Juan Pablo II. Es la idea de que la familia es lo primero en la sociedad, que la familia es el origen de la sociedad, que es la familia la que tiene la tarea primaria en la transmisión de la vida, de la educación y tantas cosas.

»Y esta es una idea revolucionaria, no sólo porque ha dado lugar a tantas iniciativas, sino porque es una idea de futuro. La sociedad deberá basarse en el futuro en las familias que generan, por decirlo así, un estilo de vida familiar, como camino para la humanización de la persona».

Cabría glosar estas palabras, que resumen lo esencial de la actitud y el comportamiento al respecto de San Josemaría, afirmando que en la familia veía la clave de la revitalización de la entera humanidad.

b) Auténticas familias, ligadas por el cariño

Este aprecio y esta confianza en la institución familiar encuentra sin duda su fundamento, por un lado, en la relación de Josemaría con sus padres y hermanos de la tierra; muy por encima de ello, en la «índole familiar» del propio Dios trinitario; y, derivado de esto segundo, en la naturaleza que ese mismo Dios quiso lógica y expresamente para el Opus Dei: compuesto por ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y con la estructura propia de una familia, que eleva y adapta al orden sobrenatural y a sus peculiares circunstancias de universalidad, pongo por caso, todos los rasgos y component es de cualquier hogar recto y honrado.

Monseñor Escrivá insistió por activa y por pasiva, como elemento muy nuclear del designio divino que le había sido transmitido, en el tono o ambiente de familia, intrínsecamente caracterizador de la Obra y conectado, como antes sugería, a su propia familia de sangre. Y sus biógrafos han recogido profusamente la idea.

Por ejemplo, Salvador Bernal afirma enérgicamente: «Dios quería que el Opus Dei fuese —en el sentido literal del término— una familia». Y añade, en relación a San Josemaría y apuntando el fundamento de la índole familiar de la Prelatura: «Porque sabía querer, supo corregir.

Sus advertencias no herían, no aplanaban. Ponía tal afecto —por enérgica y clara que fuera la corrección—, que todos se sentían queridos, y animados a hacer las cosas bien. Este afecto determina que el Opus Dei sea familia, fuera de todo eufemismo».

Y, en verdad, como en cualquier otra, lo que hace del Opus Dei una familia es el hecho de que sus fieles —el Padre y todos sus hijos e hijas— se encuentran ligados por el vínculo de un amor sobrenatural y humano y, por ende, enriquecido con el cariño. Las exhortaciones de San Josemaría en este sentido son numerosísimas.

Pero fue sobre todo su propio obrar el que inculcó a quienes le rodeaban la necesidad de ese amor repleto de ternura, como condición no solo de felicidad en esta tierra, sino de la eficacia sobrenatural ligada al mandato imperativo por el que Dios quiso la Obra. Y esto, desde muy pronto.

Desde los mismos inicios del Opus Dei, el cordial amor paterno de Mons. Escrivá de Balaguer se ponía de manifiesto a diario, en los mil y un detalles con que obsequiaba a los hijos de su espíritu y a cuantos se acercaban a él.
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Mas, al igual que en las familias surgidas del matrimonio, esa ternura tal vez adquiría tonos más íntimos y acuciantes cuando sus hijos sufrían o corrían algún peligro. En tales circunstancias, las manifestaciones de su paternidad eran, si cabe, más visibles, al margen de cualquier respeto humano.

Cuantos se han ocupado de su vida, la salpican, de principio a fin, con multitud de anécdotas en este sentido. Lo hacen asimismo, con abundancia, dos testimonios de excepción: Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que, tras pasar muchos años junto a él, han encarnado sucesivamente el papel de Padre y Prelado en la dirección de la Obra.

Valgan, como simple botón de muestra, estas palabras de San Josemaría a una hija suya desahuciada por los médicos. Cuando esta chica dio las gracias a San Josemaría por su ayuda y por la de todos los de la Obra, de inmediato, le contestó: «¡No puede ser de otra manera! Estamos muy unidos, y yo me siento responsable de cada uno de vosotros.

Sufro, cuando no estáis bien de salud: me cuesta mucho, pero amo la Voluntad de Dios. Como somos una familia de verdad, yo me encuentro feliz con vuestro cariño, y pienso que también a vosotros os tiene que dar alegría que el Padre os quiera tanto».

No extraña, por eso, que el Fundador de la Obra hiciera residir el fundamento de las familias genuinas en el amor muto de sus componentes. Por ejemplo, al escribir: «Cada hogar cristiano debería ser un remanso de serenidad, en el que, por encima de las pequeñas contradicciones diarias, se percibiera un cariño hondo y sincero, una tranquilidad profunda, fruto de una fe real y vivida».

Y también: «La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
»Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata».

O, por fin: «Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias… Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada. Y porque todo esto es lo normal, la inmensa mayoría de la gente me ha entendido muy bien cuando me ha oído llamar —ya desde los años veinte lo vengo repitiendo— dulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo».

c) Personalmente, familiarmente

A estas familias, constituidas y vivificadas por un amor sincero y cumplido son a las que San Josemaría advertía proyectadas hacia fuera, con la misión de sanar, dar alimento y robustecer a todas y cada una de las instituciones humanas… y a quienes forman parte de ellas. De ahí que a cuantos aspiraban a la plenitud de vida en Cristo —y quizá sobre todo a sus familias, o a ellos en cuanto miembros de una familia—, les animaba a ser, por todo el mundo, «sembradores de paz y de alegría».

También en este extremo fijaba la mirada y presentaba como punto de referencia a los primeros cristianos, convencido de que la revolución que instauraron en sus tiempos fue debida antes que nada a su influjo personal-familiar. Pedro Rodríguez, en su comentario a Camino, explica que quienes siguieron a Jesús en los momentos inaugurales del cristianismo realizaban el apostolado «de hombre a hombre, de familia a familia: aquellos zapateros y mercaderes, que escandalizaban a Celso». Y añade de inmediato un testimonio de San Josemaría, decisivo en su brevedad, y que manifiesta lo pronto que semejante convicción había tomado cuerpo en él: «Los primeros cristianos, instrumentos. No Constantino: ¡ellos!»: cada uno, personalmente, familiarmente.

Esta incisiva afirmación del todavía joven Josemaría remite a algunos puntos centrales de su doctrina, que creo conveniente anotar.

Entre otros: el valor absoluto de las virtudes humanas y sobrenaturales, capaces de conformar una personalidad fuerte y bien cincelada, y sobreponerse por ello al influjo ambiental, por más adverso que fuere; o, si se quiere, la persuasión de que son las personas singulares, recias y bien formadas, los auténticos constructores de lo que hoy, inspirados en Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, calificaríamos como «civilización del amor».

Además, e íntimamente ligado a ello, la función primordial de la familia —sobrenatural y humana—, cuya misión consiste, primero, en fomentar el carácter personal y único de cada uno de sus miembros, para ayudarles a ser lo que están llamados a ser: personas cabales, cumplidas; y, después y simultáneamente, durante toda la vida, en reforzar y «restaurar» esas cualidades, sirviéndoles de apoyo y de lugar donde reponer las fuerzas para transformar la sociedad, bien de forma aislada, bien como familias que se unen a otras familias.
Veamos con más …