LOS SADUCEOS DE HOY Y LA RESURRECCIÓN

A estas alturas de la historia, y, sin embargo, sigue habiendo mucho “saduceo” en nuestra Iglesia. Es decir, gente que se dice cristiana y que, incluso, participa en la vida de la Iglesia y en los sacramentos, y que, sin embargo, no cree en la resurrección. Es un contrasentido absoluto, pues la fe cristiana se fundamenta en la resurrección del Señor. Es la resurrección el acontecimiento que reúne a la comunidad dispersa tras la muerte de Jesús; es la resurrección la que da el punto de partida para un estilo de vida cristiana; es en la resurrección donde comienza la misión ad gentes de la Iglesia. Es decir, la resurrección de Jesús es la esencia de todo lo demás referido al cristianismo. ¿Cómo estar dentro de la estructura eclesial si se cree a Jesús difunto, ejecutado y fracasado en una cruz romana?

La resistencia de los saduceos a creer en la resurrección es previa a todo lo que aconteció en Jesús. Sin embargo, el hecho de que Lucas plantee el relato de hoy es muestra inequívoca de que a las primitivas comunidades cristianas les costó, en algunos casos, llegar a creer en la resurrección de Jesús. El propio San Pablo tiene que llegar a afirmar que, si nosotros no resucitamos, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es en vano. Esto da muestras también de una cierta resistencia a la fe en que vamos a resucitar con Cristo. Al propio Pablo le ocurrió en Atenas, en ese templo de la cultura que era el areópago, que, al mencionar siquiera el hecho de la resurrección, lo interrumpieron y lo sacaron del recinto, “pues de eso te oiremos hablar otro día”.

En las ciudades, cada uno va a lo suyo y no es fácil entrar en debate con otras personas acerca de esta y de otras cuestiones. Sin embargo, en los pueblos se vive la fe en comunidades pequeñas y estas están inmersas en una sociedad también a pequeña escala. Por eso son frecuentes las dialécticas entre diferentes grupos, pues todos se interrelacionan y están en contacto permanente unos con otros. Así, pues, los portavoces de las facciones no creyentes suelen repetir su argumento estrella de que nadie ha vuelto de la muerte para decir que ha resucitado. A mí me gusta responder que hubo uno que volvió, pero que no todos pudieron verlo, sino aquellos que estaban dispuestos a creer. Así, tal como ocurre hoy. Pero, a propósito de este razonamiento, suele circular por ahí una parábola de hoy que habla de dos gemelos que se encuentran en el útero materno; uno pregunta al otro si cree que habrá vida después del parto, a lo que el segundo responde: “Nadie ha vuelto para contarlo”. Es una respuesta muy simple y que es perfectamente comprensible para todos: No sabemos el cómo mientras estamos en el útero, pero ya lo creo que hay vida después de él. Así pasa con la vida eterna: No sabemos cómo será, pero podemos afirmar -pues así nos los ha dicho el Señor, que lo sabe todo- que hay una eternidad gozosa después de la muerte. Ese es, precisamente el plan de Dios para todos los que creemos en Jesús: “He venido para que tengan vida eterna”.

Sin la resurrección, todo el plan de Dios se viene abajo. Su plan en la creación fue compartir con unas creaturas semejantes a él su propia esencia, su propio ser, su amor, su eternidad. El pecado truncó ese plan y sobrevino la muerte, pero Dios nos ha enviado a su Hijo para rescatarnos de la muerte. Para eso ha dado él su vida en la cruz. Y, con su resurrección, nos ha abierto las puertas de la eternidad, de la vida feliz junto a Dios para siempre. Si no resucitamos, el plan de Dios debería haber sido otro. ¿Por qué sabemos todo esto? Porque Jesús nos lo ha enseñado y porque el Espíritu de Dios nos ha ayudado a comprender las Escrituras, de modo que todas ellas se dirigen a ese momento: el momento en el que Dios culminará el plan de la creación una vez suprimidos el pecado y la muerte.

“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús”. Podríamos sacar centenares de citas que afirman que nuestra fe cristiana se sostiene en la resurrección de Jesús como primicia de nuestra propia resurrección, pero en esta fórmula que decimos en cada celebración de la Eucaristía, se contiene la razón de nuestra fe: el anuncio de la muerte salvadora de Jesús, la proclamación de su resurrección, que ha vencido a la muerte y el pecado, y la súplica ardiente de su venida gloriosa para llevar a término el plan de Dios. Así, también, creemos que nuestros familiares y amigos difuntos no han terminado de vivir, sino que continúan viviendo junto a Dios y que un día nos volveremos a reunir con ellos en su presencia. Ah, y quede constancia de que esto no es compatible con otros planteamientos de moda como la reencarnación o las vidas pasadas. No: Hay una sola vida, con una etapa temporal en la tierra y otra etapa eterna, gozosa, junto a Dios, en el cielo.

P. JUAN SEGURA