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Razón y sentimiento de España

Fernando García de Cortázar. Historiador español galardonado con el Premio Nacional de Historia 2008. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto y director de la Fundación Vocento.
ABC, 12/07/2020


Aunque se pasaron los tiempos del pesimismo hispano y del masoquismo intelectual, no poco españoles creen vivir en una nación enferma, cuya historia es el relato de un inveterado atraso y de una interminable decadencia. La leyenda negra nos ha hecho mucho daño y hemos acabado interiorizando las maldades que desde el extranjero se han dicho de nosotros. Aún hoy, después de una transición modélica, pervive la idea de que los españoles somos en el fondo particularmente crueles y fanáticos. Resucita el viejo cliché del español de sangre caliente que, como única manifestación de su personalidad, se veía arrastrado a pesar suyo a adoptar posiciones extremas de guerra civil y no lograba escapar a la maldición bíblica de la violencia y la furia cainita. La tragedia de 1936 no era un hecho histórico evitable sino una especie de fatalismo temperamental, un elemento sustancial de nuestro carácter que llevaba dentro de sí la tendencia irrefrenable a la contradicción, la indisciplina o la anarquía.

Sin embargo, nuestros tiempos de ensañamiento e incomprensión no fueron más desdichados que los de otros países europeos, y con facilidad nos olvidamos de la pasión tan española por la libertad del hombre, de la lucha por su libre albedrío, de la defensa del derecho de gentes, de la construcción de un Estado en el que al Rey se le recordaba continuamente su autoridad limitada por el bien común. ¡Qué exhibición de talento y sabiduría la de Salamanca del siglo XVI con Francisco de Vitoria al frente de la mejor intelectualidad europea! Cuando por todo el viejo continente se halagan los oídos reales con argumentos divinos del poder coronado, a orillas del Tormes los filósofos y teólogos españoles defienden la existencia de leyes emanadas del pueblo, cuya modificación solo era posible con el consentimiento de la comunidad.

Pero sí, hay algo que lamentablemente diferencia a los españoles de los ciudadanos de otros países: la debilidad del sentimiento nacional. El secesionismo nunca habría alcanzado sus niveles de seducción en estos momentos de crisis, si España hubiera sido definida, anhelada y entregada a la conciencia de los ciudadanos con una intensidad emocional que nunca se apartara de la solidez de las razones que la justifican. No ha sido la norma jurídica lo que nos ha faltado; ha sido el sentimiento gozoso de compartir un proyecto que merece ser vivido por todos en el seno de una misma nación, las ganas de existir socialmente como españoles. Pocos han asumido, en nuestros tiempos, la tarea de afirmar la solidez histórica de una nación, la honra de su pasado, el decoro de sus principios fundacionales, su servicio al humanismo europeo y el papel indispensable desempeñado por nuestra cultura en la formación de Occidente.

Estaba lleno de razón quien escribió: si me dejan componer todas las baladas de una nación no me importa quién escriba las leyes. Son las tradiciones reales o inventadas, los símbolos, las celebraciones festivas, los ritos, la lírica y las formas artísticas las que expresan la nación y las que la esculpen en el imaginario colectivo. Los acontecimientos que se conmemoran permiten que una experiencia se sostenga a través de nuestra vida, y podamos cederla a los que vengan en forma de tradición. Por ello, la conmemoración es algo fundamental en nuestras sociedades. La pena es que desde hace tiempo no resuenan las baladas de España ni se ofician sus jubileos, y su proyecto político racional no se encaja en una arquitectura sentimental que lo haría más fácilmente entendible e interiorizable, compitiendo así desventajosamente con otras emociones procedentes de la periferia nacionalista

«El sueño de Toledo», un espectáculo fascinante que mezcla la imagen y la palabra, la música y el rezo, la historia y la leyenda, la épica y la lírica, la acción y la reflexión, vuelve a traernos a la ciudad imperial, de siglo en siglo, España en su belleza. Nuestro pasado ya no es el de un país dislocado, absorto en la melancolía de gestas exhaustas y causas perdidas. Antes al contrario, es la crónica de una nación apasionante de asombroso pulso cultural, que ha dado al mundo la lengua tallada por Nebrija, lengua de asombros y descubrimientos, lengua de celebración pero también de crítica, lengua que un día es la de Juan de la Cruz, y al siguiente la de Jovellanos, y luego la de Lorca con su gigantesca intuición imaginativa. «¡Oh patria! Cuántos hechos, cuántos nombres, / cuántos sucesos y victorias grandes… / Pues que tienes quien haga y quien te obliga, / ¿por qué te falta, España, quien lo diga?», se quejaba amargamente Lope de Vega en el siglo XVII. Hoy el Fénix de los Ingenios se hubiera dejado embargar por la emoción de la representación toledana y, sin duda, corregiría su juicio.