DONES DEL ESPIRITU SANTO

Son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para recibir y secundar las mociones del Espíritu Santo.
A través de ellos el Espíritu Santo obra en nosotros directamente para nuestra santidad. Nuestra vida espiritual está sostenida por ellos. Nos hacen dóciles para recibir y seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, inteligencia (o entendimiento), consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Podemos orar y pedir que estos dones se manifiesten en cada circunstancia de nuestra vida.
No debemos confundirlos con los carismas (a veces también llamados “dones”) que son dados para edificación del Pueblo de Dios (sólo indirectamente hacen a nuestra santidad). A diferencia de los 7 dones del Espíritu Santo los carismas son innumerables, tantos como servicios hay para la edificación de la Iglesia. No todos los cristianos tenemos todos los carismas, sino un número limitado de ellos, en cambio todos los bautizados tenemos los 7 dones del Espíritu Santo.

1. Sabiduría: gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios. "Un cierto sabor de Dios" -dice Santo Tomás de Aquino-, por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive. San Ignacio dice que “…no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gustar y sentir las cosas internamente”. No el mucho saber natural llena el alma… sino el gustar y sentir, esto es, “saborear” las cosas de Dios, de allí viene la palabra “sabiduría” (sapere, saborear, saber). La sabiduría "es la luz que recibimos de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso propio de Dios… gracias al cual adquirimos familiaridad con las cosas divinas y gusto por ellas... (Juan Pablo II). Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con su luz y puede “discernir” lo que más agrada a Dios. Que la Santísima Virgen, "Sede de la Sabiduría", nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas de Dios.

2. Inteligencia (Entendimiento): Don para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas. La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo. Mediante este don el Espíritu Santo nos comunica una chispa de capacidad para abrirnos a la gozosa percepción del misterio amoroso de Dios. Como los discípulos de Emaús que al haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32). Gracias a este don se ven los signos de Dios en la creación, se descubre la dimensión divina de los acontecimientos, de los que está tejida la historia humana y se pueden descifrar los signos de los tiempos. Pidámoslo por intercesión de Maria Santísima, que supo escrutar el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (Lc 2, 19 y 51).

3. Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. Nos guía desde dentro, iluminándonos sobre lo que debemos hacer, especialmente cuando se trata de decisiones importantes, o de cómo movernos en un camino lleno de dificultades y obstáculos. Pidamos que se manifieste en nosotros a través de la Madre del Buen Consejo.

4. Fortaleza: Fuerza sobrenatural para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida. Cada día experimentamos nuestra debilidad, especialmente en el campo espiritual. El don de fortaleza nos da vigor no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honestidad. Debemos invocar el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien, y repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10). Pidamos a María que nos obtenga el don de la fortaleza en las vicisitudes de la vida y en la hora de nuestra muerte.

5. Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. El hombre de hoy, en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto a la tentación de dar únicamente una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su vida. El don de la ciencia nos ayuda a valorar rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida. Que la Madre de Dios nos enseñe a hacer presente en nuestra vida este don, con humildad: “El Señor ha visto la pequeñez de su servidora…”

6. Piedad: Mediante este don el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura con Dios y con los hermanos. La piedad con Dios se expresa en la oración. La experiencia de vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad nos enriquece con sentimientos de profunda confianza hacia Dios. Escribía San Pablo: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; Rom 8, 15). Con el don de la piedad el Espíritu Santo nos infunde también capacidad de amor hacia nuestros hermanos. El cristiano «piadoso» sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre. El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Pidamos una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de María, modelo sublime de ferviente oración. Ella, a quien la Iglesia saluda como Vaso insigne de devoción, nos enseñe a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a Dios y a cuantos son sus hijos. Se lo pedimos con las palabras del «Salve Regina»: «i0h clemente, oh pia, o dulce Virgen María!».

7. Temor de Dios: Espíritu contrito, consciente de las culpas, dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios. Es el amor a Él. Entonces no es ese «miedo de Dios» que fue el estado de ánimo que impulsó a Adán y Eva, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios» (Gen 3, 8); o el sentimiento del siervo infiel de la parábola, que escondió bajo tierra el talento recibido (Mt 25, 18. 26). Este temor-miedo no es el verdadero temor-don del Espíritu. Se trata de un sentimiento sincero frente a nuestras faltas, pero con la confianza en la misericordia infinita de Dios. Pidamos el don del santo temor por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje y sabiendo la responsabilidad que se le confiaba, supo pronunciar: “hágase en mí según tu voluntad”.

Lic. Horacio Muñoz Larreta