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El consuelo de las riquezas

El consuelo de las riquezas

Bruno, el 21.03.19 a las 1:13 PM

¿Las riquezas consuelan? Por supuesto que sí. De ahí su atractivo y su peligro, porque podemos terminar prefiriendo ese consuelo, real pero efímero y superficial, al único que realmente puede consolar nuestro corazón, que es Jesucristo.

¿Qué podemos hacer para evitar ese peligro? De eso nos habla José Alberto Ferrari en esta segunda parte de su artículo “Desventura del hombre de negocios —entre el consuelo y la dispersión—”. Si el otro día hablábamos del riesgo de ser como Judas en la administración del dinero, hoy consideramos una de sus dos causas: el consuelo de las riquezas.

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Para quienes tienen mucho dinero o les ha tocado enredarse en los negocios de este mundo administrando o comercializando bienes (propios o ajenos, da igual), quisiera reflexionar sobre dos peligros inminentes: el consuelo y la dispersión. Y aunque, las más de las veces, tener bienes y hacer negocios se conjugan en las mismas personas, creo oportuna la distinción porque el peligro del consuelo es más propio del que posee y el de la dispersión más propio del que negocia. Veamos.

Respecto al consuelo que proporcionan las riquezas es algo que el mismo Newman nos aconseja considerar detenidamente. Cuando el Señor habla de los pobres bienaventurados, se lamenta de los ricos por haber recibido ya su consuelo (“Mas, ¡ay de vosotros, ricos! Porque ya recibisteis vuestro consuelo”, Luc, VI, 24). Lo mismo le dice Abrahán a Epulón desde el Cielo: “acuérdate, hijo, que tú recibiste tus bienes durante tu vida, y así también Lázaro los males. Ahora él es consolado aquí, y tú sufres” (cf. Lc VI, 24 y XVI, 25). ¿Y cuándo consuelan las riquezas? Cuando ocupan el lugar de Dios y, antes que eso, cuando empiezan a sentirse como propias. La desventaja del rico es ésta: que puede descuidarse y pensar que lo que tiene es suyo, constituirse en su guardián y echar mano de ello para consolarse en la adversidad. Ese descuido puede ser fatal; porque es descuido de bienes espirituales y descuido del prójimo, cosa que padeció el rico Epulón: rico en bienes ajenos (son eso los temporales y caducos), pobre de sus bienes propios e incorruptibles.

“El rico de la parábola –nos enseña Gregorio Magno– no es reprendido por haber robado lo ajeno, sino por no haber dado de lo suyo (…) No fue condenado por robar sino porque hizo mal al guardarse para sí los bienes que había recibido” (Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio). Esto pone de relieve una verdad honda y definitiva que los Padres repetirán una y otra vez en sus homilías: que la riqueza no es propiedad de los ricos, que la tienen en depósito y, en consecuencia, tienen lo que pertenece al pobre, como le pasó a Epulón. Esta realidad, no sólo puede iluminar a quienes poseen muchos bienes o les toca administrar empresas y negocios. Nos ayudará, también, a juzgar más cristianamente, descubriendo la carga del rico y la libertad del pobre. Por eso, en orden a la conquista de esa libertad, escribe San Juan Crisóstomo:

“Persigamos, pues, la pobreza, que es, para quienes serenamente piensan, el mayor de los bienes. Acaso algunos de los que me oyen la abominen. No me sorprende, pues esta dolencia es muy grande entre la mayoría de las gentes, y es tal la tiranía del dinero, que ni por pensamiento renunciarían a ella, y abominan en cambio de la pobreza. ¡Lejos todo eso del alma del cristiano!” (San Juan Crisóstomo, Ricos y pobres –sermones sobre la cuestión social–).

Estas palabras pueden resultar inquietantes; no obstante, si viviéramos en la libertad de los hijos de Dios tal vez no nos alarmen en exceso. Precisemos la cuestión: en primer lugar, la reflexión es puramente moral y no correspondería hacer conjeturas de orden social o político. En segundo lugar –es consejo de varios–, hay que distinguir entre pobreza y miseria; entendiendo al pobre como aquel que no recibió bienes superfluos y vive al día con el trabajo de sus manos. Una pobreza digna que fue desdibujándose con la era industrial y demás avatares modernos. Por último: el Evangelio no le exige al rico hacerse pobre (es un consejo evangélico, “vende lo que tienes y dadlo a los pobres…”, pero no estamos obligados, ni es necesario para nuestra perfección seguir el consejo; cf. ST, II-II, q. 184, a. 3), sino comprender que es mero administrador y, en consecuencia, su riqueza será carga en vez de consuelo y, atento a los bienes del Cielo, procurará servir con aquella a los demás.

En el fondo, se trata de vivir según el Espíritu sin sujeciones a la tierra; se trata de ser liberados. El problema es que “la liberación –escribe Leclerc– es difícil cuando se vive en medio de estos bienes, cuando en cada momento se nos hacen presentes por los goces que permiten, los cuidados que exigen, las satisfacciones que dan a nuestro amor propio, convirtiéndonos en los dichosos de la tierra”. Por eso, continúa Leclerc, aunque “hay pobres con espíritu de riqueza y ricos pobres de espíritu; sin embargo, esto no es lo corriente, especialmente lo segundo. Parece más fácil lograr que el pobre acepte la pobreza, que inspirar el espíritu de pobreza en el rico” (Jacques Leclerc, El cristiano ante el dinero).

Para prevenirnos de este engaño oculto, entonces, lo que se nos exige a priori, es deshacernos de todo lo superfluo, de lo que nos sobra… ese sobrante es lo que pertenece al prójimo, lo que no quiso dar Epulón, la riqueza de la iniquidad de la que habla el Evangelio, la riqueza del consuelo que reservamos para nosotros y que se nos ha concedido para satisfacer a nuestros hermanos. Querer despojarse de ella es elegir la pobreza; y esa elección interior (se tenga mucho o poco) es la que nos hace bienaventurados. Porque, en definitiva, es el desprecio a las riquezas el que nos hace pobres en el espíritu.

La clave cristiana parece estar en el consejo del Apóstol Pablo a Timoteo de contentarse con lo necesario (Tim I, VI, 7-8). Pero se requiere una gran virtud para encarnar dicho axioma. Primero, para saber qué cosas son verdaderamente necesarias; porque hay muchos caprichos burgueses que han tomado el nombre de necesidad, los ejemplos abundan. Segundo, por lo difícil que resulta ponerse contento sólo con lo necesario; ni más, ni menos. Y para alcanzar este orden afectivo respecto de los bienes de este mundo, es preciso despreocuparnos de ellos, como las aves del cielo y los lirios del campo. Quien ha obtenido esta libertad sabrá cuál es la medida de la necesidad, porque es la medida del amor. No existen fórmulas matemáticas para juzgar la necesidad de cada uno. Quienes tienen dinero, a menudo confunden los gastos superfluos con los necesarios y ¿quién les dará el conocimiento verdadero? El amor, la vida del espíritu.

Hay, además, un indicador que puede ayudarnos a descubrir esta medida y lo trae San Basilio en el comentario al versículo de Lucas que anotamos al inicio del texto. Dice así:

“para no confundirnos con los enemigos del Señor, debemos aceptar todas las cosas cuando las circunstancias así lo exigen, para dar a entender que todo es puro para los que tienen su corazón limpio; usando así de las cosas que son necesarias para la vida, y absteniéndonos en absoluto de todo aquello que incita a la complacencia. No todos pueden prescribirse la misma hora, ni el mismo modo, ni la misma cantidad; pero todos deben tener la misma intención de no llegar a la saciedad”.

Magnífica lección que propone un principio vital: no hartarse de los bienes mundanos. Precisamente allí, en ese hartazgo (o en la búsqueda del mismo), es donde sucumben los pudientes; porque esa saciedad es su consuelo.

La justeza del consejo paulino, el contento de lo necesario, es el pedido de Agur en los Proverbios: “…no me des ni pobreza ni riqueza; dame solamente el pan que necesito” (Prov XXX, 8-9). Es el pedido del hombre sabio que sabe que la miseria puede conducirlo al hurto o la blasfemia, y la riqueza a renegar de Dios. Por ello, dicha medida espiritual es la que otorga “unidad de visión” –de nuevo Knox–, pues tener más o tener menos de lo que se ajusta a nuestras necesidades comportará peligros continuamente.

¿No tienes lo que necesitas para vivir? Pídelo al Señor con humildad de corazón. ¿Lo tienes? Agradece Sus dones. ¿Tienes más de lo necesario? Considéralo una carga sobre tus hombros, pues te ha tocado ser distribuidor de los bienes de Dios. Porque no siempre nos será concedida la gracia de disponer de lo necesario, pero es menester atender la lección del Apóstol para ser solícitos en su consecución.

Concebir de este modo las riquezas nos evitará el consuelo, haciéndonos hombres desprendidos y generosos. Y como “no se afectan de igual modo los que tienen poco que los que tienen mucho” (San Juan Crisóstomo, en Catena Aurea) –según hemos visto–, estas líneas seguramente perturben o aturdan más a los hombres de buena posesión y posición, puesto que en ellos radica la mayor dificultad (por eso son tan dignos de elogio los ricos que no ponen la esperanza en sus tesoros. Cf. Ecli XXXI, 8-11).

José Alberto Ferrari (continuará)

Parte I